lunes, abril 20, 2015

NO HAY PAN QUE POR SANGRE NO VENGA César Verdúguez Gómez


    NO HAY PAN QUE POR SANGRE NO VENGA

César  Verdúguez Gómez  
(Bolivia)

                                                             
La cola está muy larga  y la vista del paisaje urbano es horrenda. Casas y edificios derruidos,  paredes y techos desmoronados. Ojalá nos alcance el pan para todos los que estamos haciendo fila desde hace una hora,  pero no sólo es el temor de que se acabe sino de que en cualquier momento  caiga una bomba y así se termine todo, la desesperación, nuestro sufrimiento y nuestros miedos. Todos estamos con la intención de llegar a la panadería y comprar pan, mucho pan por lo menos para no morir de hambre. Nada ni nadie nos protege.  El estar en casa no significa estar en resguardo y salir a las calles es igual,  tampoco el estar detrás de un coche; los misiles no tienen miramientos con niños, mujeres, ancianos, llegan silbando y matan o hieren y la gente sólo atina a correr a cualquier lado y si no ha sido tocada por algún proyectil que pueda regresar, regreso que le permite luego ayudar a los que lo precisen llevándolos a un médico o a quien quiera que sepa por lo menos un poco de primeros auxilios, porque ni los hospitales (más de veinte derruidos) ni las escuelas se salvan de ser blancos de los proyectiles asesinos. No hay lugar donde pueda uno esconderse para evitarlos.  Es un drama tormentoso dejar a los hijos en el interior de la casa en ruinas, sin luz, en medio de lo poco que queda. Los míos no querían que me aleje por temor a que me suceda algo; lloraron y se me prendieron con desesperación para impedir separarme de ellos. No vayas, me repetían, no salgas. Te puede pasar algo. Debo ir a comprar pan, lo que tenemos de alimento se acabará muy pronto y no tendremos nada para comer, entiendan, debo salir para encontrar pan. No vayas, no salgas. No te apartes de nosotros. Esperaremos hasta que pase todo esto. Convencerlos de la necesidad de  comprar comida  es una lucha que dura una hora. En el camino se ve uno en la obligación de ayudar  a  la gente que busca rescatar de los escombros algunas pertenencias o rescatar a un familiar sepultado entre los bloques de tierra y cemento o de llevar el cadáver de la hija de un amigo cercano, es decir, tratar de llegar a la panadería es  una verdadera odisea. En mí recorrido por las  arterias con casas derrumbadas e inmensos bloques en mitad de las calles obstaculizando el paso veo a un niño, a pocos pasos a  tres niñas llorando, y a otros y a otras, aquí, más allá, según vaya caminando. No hay lugar donde no se tropiece con rostros llorosos, llenos de angustia y desesperación, cerca y a lo lejos se ve en sus gestos que gritan llamando a sus seres queridos que seguramente yacen debajo de los escombros de aquello que horas antes fue su casa. Algunos pequeños sólo lloran impotentes y otros tratan de escarbar buscando a sus padres, hermanos u otros familiares. Una muchacha llora amargamente sin soltar a su perro tal vez su único compañero sobreviviente.  A los primeros traté de consolarlos pero luego fue imposible consolar a todos sabiendo que atrás te esperaban los tuyos con hambre y uno debe apurarse para regresar, desde ya en la travesía he perdido algunas horas y mi gente se debe estar preocupando por mi tardanza y pensando que algo me ha sucedido aumentando su desesperanza. Todo esto es una locura, una pesadilla, un mal sueño del que sabemos que no vamos  a despertar y que además no sé si voy  a seguir viviendo las siguientes semanas, días, horas o quizás minutos. Uno observa el cielo a cada momento para poder ver si no viene algún misil que nos haga volar por los aires o para tratar de escapar del lugar  probable de impacto. Y sucede aquello que tememos a cada momento. Un proyectil cae muy cerca y se produce una explosión que levanta polvo y humo. Todos los que estamos próximos nos protegemos y luego de que pasan varios minutos, alguna gente corre al lugar para auxiliar a quienes hubieran sido afectados. Yo también corro y veo que están tendidos en diferentes posiciones muchos cuerpos algunos mutilados empezando a desangrarse. Alguna gente acude apresurada para socorrer a los que aún se mueven. Yo veo a una mujer con la barriga abultada, está embarazada, me dirijo con premura hacia ella, me agacho y  constato que está muerta pero su barriga está intacta y por tanto su criatura al parecer debe continuar con vida. Grito pidiendo auxilio, un médico, una camilla, una manta y voluntarios para llevarla al nosocomio  más cercano o a una asistencia de emergencia porque imposible llamar una ambulancia. Como todos acuden para asistir a una y otra persona nadie viene al lugar donde estoy, entonces grito: ¡esta mujer está a punto de dar a luz, hay que salvar al niño por nacer! Entonces llega alguien entendido y de inmediato indica que se tiene que practicar una operación de cesárea, la mujer está muerta, no podemos hacer nada por ella, por el futuro nonato, sí. Llama a tres conocidos suyos pidiendo una alfombra o cualquier tela, y de entre los escombros hacen aparecer un chador y  una toalla grande llena de tierra donde, después de sacudirla, la depositan con mucho cuidado. ¿Dónde la van a llevar? Aquí a dos cuadras en aquella dirección hay un centro de salud. Esperemos que esté funcionando y que no le hayan enviado en donación una jeringa-cohete. Se la llevaron caminando por encima de los escombros, a paso rápido.
Continuo mi camino por el medio de paredes y techumbres caídas, árboles y autos destrozados, objetos de todo tipo, como restos de televisores, radios, utensilios y hasta juguetes.
Me cruzo con hombres cargando algún niño herido o muerto, entre varios hombres llevando a adultos de toda edad y sexo.  Jóvenes y niños parados o sentados con lágrimas en los ojos y sin saber qué hacer, porque ya han pasado el momento traumático, horas o días antes, de la pérdida de uno, dos o más seres entrañables, o de toda la familia.
Una muñeca yace abandonada, junto a una jamba, tal vez su dueña está recuperándose o  agonizando en una clínica, quizás se la encuentre deambulando sin rumbo o muy quieta aplastada por una viga.
El llanto es permanente, en silencio o a gritos, como una tempestad en el interior de cada uno interrumpido a momentos por la tormenta de truenos, relámpagos producidos afuera, en las cercanías. A lo lejos puedo ver tres columnas de humo negro, el estallido viene después y los aviones culpables surcan el cielo a gran velocidad y ruido que aturde.
Llego por fin al lugar de expendio de pan pero para mi desconsuelo no quedan ni migas,  me indican otra dirección donde lo encontraría, a medio kilómetro de distancia.
En el trayecto me entrecruzo con un padre desesperado que corre con su hijo destrozado, con una pierna colgando de algún filamento y derramando sangre a su paso.  Apenas atino a señalarle la dirección del centro de salud que rato antes me habían indicado.
Encuentro más niños y niñas caminando o sentados sobre los escombros todavía humeantes, con la mirada perdida o con los ojos llorosos. Uno que otro escarbando en los montones de tierra y terrones de concreto. En medio de ese estremecedor cuadro veo a un pequeño, paradojas de la vida, jugando con un peluche.
Más allá observo varios cadáveres yuxtapuestos en la calle dispuestos  así a la espera de que las brigadas de ayuda los recojan. Sólo uno de ellos tiene la compañía de un hombre que de cuclillas eleva los brazos dirigidos a las alturas en son de protesta o clamando la preocupación de los  cielos para que vean las atrocidades que están cometiendo los hijos de Sem, sus primos. Para mayor desazón, recorriendo cien metros, me encuentro con un espectáculo más impactante, varios niños amontonados y sin nadie que los vele, los transeúntes apurados sólo le echan una mirada para constatar que están muertos y siguen su camino, al igual que yo.
Una mezquita está semi derruida  obstaculizando el paso por la calle: el alminar cayó  quedando en posición oblicua apoyándose en una casa.
Por fin llego al almacén donde venden pan. Está muy lleno de gente,  hay una larga fila y no faltan las discusiones  por razones nimias. Me urge obtener los panes y me  sito detrás del último de la cola. En la espera veo cruzar por la esquina alejada, cuatro cuadras al norte, dos tanques con las odiadas banderas de Israel. Una mujer sale de una casa corriendo hacia los tanques queriendo mostrarles a su bebé levantándolo por encima de su cabeza. Al parecer la criatura está muerta y ella sin lograr su propósito de que la vean cae al suelo para llorar desconsolada.
A la lejanía, con el marco de un horizonte hórrido con edificios derrumbados, se levanta una llamarada gigante de intenso rojo, amarillo y naranja seguido de una humareda grisácea de diferentes tonos. Es tanta la distancia que el sonido tarda en llegar.
Por fin arribo a la punta inicial de la fila. Trato de que me vendan la mayor cantidad de panes posible, pero esto no es aceptado y me la niegan; la venta está limitada porque faltaría para la mucha gente detrás de mí que espera que les toque algunas piezas. Adquiero lo que los vendedores determinan darme  recibiéndolo en una bolsa, y emprendo la carrera de retorno. ¿Cuánto tiempo, cuantas hora han pasado desde que inicié mi travesía de la ceca a la meca en pos de unos pocos panes? Sigo caminando sin parar. ¿Cómo estarán de desesperados mis hijos?
Veo que un chico tiene amorosamente abrazado al que debe ser su hermano menor, tal vez ya sin vida. Los dos con manchas sanguinolentas en sus brazos y en sus caras.
¿Estará con hambre el mayor? Dubito pero al final me animo a darle un pedazo de pan. Extrañamente me rechaza moviendo su cabeza. Su dolor debe ser más grande que su hambre. Deduzco que al no poder compartir con el hermano no le interesa aceptar el mendrugo. Insisto, con igual resultado. Doy media vuelta y continuo mi recorrido. Para acortar camino decido tomar otras calles en el retorno.
Encuentro nuevos cuadros dolorosos. Un perro muerto a los pies de una loma de deshechos de una vivienda derruida y otro oliéndolo como queriendo saber si aún está con vida.
En un sitio me marea la perspectiva de una zona, donde unas casas están firmes y otras  cercanas en posición oblicua, como detenidas en plena caída.
Mi camino en vez de una límpida calzada encuentro rastros de sangre y restos de piel y huesos. Casi en cada decámetro avanzado encuentro a niños y niñas y mujeres con niños en sus brazos que se nota están heridos o muertos. En cada trecho hallo escenas desgarradoras, espeluznantes y macabras: un hombre con el rostro desencajado muestra a un pequeño con la nuca vacía, vacía de cerebro, alguien trata de consolarlo asentando su mano en su hombro como diciéndole tranquilízate, resígnate, ya no sufras. Pero él sigue llorando inconsolable sobre el pecho de su muchacho.
Avanzando más metros de terreno, un grupo de  personas proceden a quemar una bandera de Israel, en medio de gritos contra la matanza que realizan sus ciudadanos.
En una esquina está volcado un auto, con los restos finales de haberse quemado, todavía humeante y con pequeñas lenguas de fuego lamiendo sus puertas.
Mi camino es dantesco. Varios jóvenes  con las cabezas cubiertas, levantan piedras para arrojarlas a una movilidad y después escapan. No  veo aún el objetivo de sus guijarros pero luego en una encrucijada aparece un tanque sin duda lanzallamas, que pasa en persecución de los “terribles” agresores lanzapiedras.
En un estacionamiento de carritos tirados por caballos, varios de estos están en grotescas posiciones en el suelo arrojados por el efecto de una bomba, muertos, uno de ellos  pareciera estar subiendo a uno de los carruajes. El propietario o conductor se mece los cabellos acaso sea por perder su única fuente de ingresos.
Falta poco para llegar a mi  morada que debido a la buena suerte o a lo que dice la madre de mis hijos gracias  al Dios-Alá que la ha protegido.
A poca distancia de llegar por fin al lugar donde me esperan, resalta  una escena conmovedora. Un homenaje de varios niños a uno que yace en un colchón pequeño  y cada uno le deja alrededor de su cuerpo una flor; es un modo de despedir a un compañero querido del barrio y que se fue por causa de alguna bomba. Quisiera ofrecerle a cada uno un pedazo de pan, pero pienso, me digo, dentro de mí ¿y qué les doy a mis hijos? Se desata en mi interior una batalla angustiante, degradante y enaltecedor a la vez hasta que por desesperación y queriendo escapar del dilema atroz prefiero correr sin mirar atrás, en pos de mi domicilio.
Pero ¡hay, los dioses son malos!... ¡No es posible! El Dios de los judíos en especial, el más terrible, el quitador de vidas de los gazaítas que estamos sin protección, sin amparo… que sus hijos desde hace mucho nos restringen, nos bloquean y abusan. Veo la morada mía que hace unas horas la dejé sana, ¡totalmente derruida! ¡GRITO!. Quiero alcanzar con mi grito a todo el mundo. Grito y mis lágrimas me brotan incontinentes, amargas, demasiado amargas. Todavía se ve algo de la polvareda flotando en el aire producto de la caída.  Boto la bolsa con panes y me lanzo a querer levantar las pesadas lozas, bloques de cemento que cubren los cuerpos de los míos. Pero son muy pesadas y mis fuerzas no son suficientes y lanzo mi voz pidiendo ayuda. Entonces miro a mi alrededor y me doy cuenta que son varias casas aledañas que también cayeron por una bomba lanzada desde un avión. Hay algo de fuego en una casa vecina. Hay gente en el lugar que está ayudando a los suyos y no hay quien me pueda prestar una mano. Alguien me dice a viva voz, espere un poco que ya le ayudaremos. Sin duda es un voluntario. Algunas mujeres  lloran a gritos la muerte de sus allegados. Yo sigo intentando apartar la estructura de la techumbre y aunque me resisto a llorar mi propio dolor no puedo evitar que sigan brotando mis lágrimas. Siento una opresión en el pecho y prefiero sentarme para recuperar mis fuerzas y el estado anímico que se me quiere volatilizar. Levanto la bolsa de pan y voy caminando con lentitud al lugar donde estaba el niño muerto rodeado de otros. Camino como si nada me importara ya. En el sitio, después de contemplar un largo momento ese cuadro tan doloroso pero al mismo tiempo estrujante y hermoso, empecé a repartir el pan que había comprado para mis hijos. Al momento de entregar cada unidad decía un nombre, el de uno de mis hijos y así hasta nombrarlos a todos, pienso que de ese modo entrego el pan para quien estaba destinado originalmente esté donde esté.
                                                                                    
                                                              ***

Ayer empezó un cese de fuego, una tregua por algunos días, por tanto los bombardeos se han suspendido al menos por un breve y escaso tiempo. Recorro gran parte de la ciudad, esta vez sin los sobresaltos que daban los horritronantes estallidos y el miedo estancado en  el cuerpo y en el alma, para ver el desastre ocasionado por tan enorme cantidad de armas de destrucción masiva.
Pude rescatar, con ayuda de muchos vecinos provistos de  barretas y otras herramientas, a toda mi familia. Fue muy acongojante y no paraba de llorar por haberla perdido. Lamenté no haberles hecho caso a mis hijos que se oponían a  que yo saliese en búsqueda de pan, ahora comprendo su insistencia desesperada, presentían una separación, un alejamiento definitivo. Si me quedaba me hubiese ido con ellos. Estaría con ellos donde están ahora como quiera que fuese su condición de estancia.
Después de deambular por las calles casi igual que los cientos de niños y niñas  que se quedaron sin padres, huérfanos que esperan la ayuda humanitaria de los mayores. Yo me sentía al  igual que ellos, sin hogar, sin familia, huérfano de hijos y mujer.
Recurrí a un pariente que me acogió en su casa que está de milagro en pie. Para tratar de olvidar mi tragedia y reconocer que no era yo solo el que sufría, paseaba por las calles sin rumbo prestando ayuda a los que la necesitaban,  y casi siempre regresaba al lugar donde están los restos de mi casa, lloraba o divagaba y luego continuaba mi andar sin rumbo, sin norte, sin ninguna ansia de seguir viviendo, esperando, ahora sí, que me llegue un bólido con la estrella exagonal. Si lo viera venir, no  lo esquivaría, no trataría de huir, simplemente lo esperaría pensando que así me podré reunir con mis hijos y los miles de hermanos muertos en esta matanza innombrable.
Me enteré que la niña que sobrevivió a la muerte de su madre con una cesárea que le practicaron murió a los tres días porque cesó el suministro de energía eléctrica que mantenían los aparatos del centro de salud,  entre éstos la incubadora donde trataban de hacerla sobrevivir. Los israelitas hicieron volar la única planta de electricidad que existía en  Gaza. Supe al mismo tiempo que sucedieron cientos de partos prematuros por el infierno que se desató en medio de la ciudad. ¿Cómo son atendidos estos nuevos gazatíes nacidos en pleno fragor de estallidos de morteros y misiles, destrucción y caos, miles sin techo por ende sin cuna ni alimentos básicos, sin agua ni atención médica ni medicamentos esenciales? ¿Será que por falta de condiciones sanitarias están destinados a morir de modo irremediable?
El paisaje es por demás espeluznante. Acaso éstas son la señales de un fin del mundo. Puedo pensar que un terremoto pudo ocasionar semejante destrozo terrorífico pero me resisto a creer que sean seres humanos los autores. No me cabe en la cabeza, me niego a aceptar esta visión apocalíptica. Miles de casas deshechas, y como un basural gigantesco están botados restos de muebles, de ropa de todo color, enseres de cocina, electrodomésticos, colchones y cobijas, animales muertos que ya empiezan a tener mal olor. Hombres, mujeres y niños de los dos sexos hurgando los escombros en búsqueda de objetos que aún puedan servir. No puedo conciliar el salvajismo de las acciones que he vivido y que ahora puedo observar los resultados con un pueblo que décadas atrás ha sufrido casi su exterminio en manos de los alemanes.
Me dicen que en unos días más Israel reanudará sus ataques. El asombro quiere estallar en mi cerebro. Es inconcebible pensar que sobre nuestra Franja de Gaza otra vez caigan las bombas y otros artefactos mortales venidos de los infiernos. Creo que me veo en la necesidad dolorosa de reconocer sin remordimiento que, a vivir por segunda vez la experiencia  ya vivida, estoy feliz de que mis hijos se hayan muerto en la primera. Ciertamente.