miércoles, diciembre 25, 2013
domingo, diciembre 22, 2013
LA VIOLENCIA ,Franz Fanon
Franz Fanon
Liberación
nacional, renacimiento nacional, restitución de la nación al pueblo,
Commonwealth, cualesquiera que sean las rúbricas utilizadas o las nuevas
fórmulas introducidas, la descolonización es siempre un fenómeno violento. En
cualquier nivel que se la estudie: encuentros entre individuos, nuevos nombres
de los clubes deportivos, composición humana de los cocktail-parties, de la
policía, de los consejos de administración, de los bancos nacionales o
privados, la descolonización es simplemente la sustitución de una "especie"
de hombres por otra "especie" de hombres. Sin transición, hay
una sustitución total, completa, absoluta. Por supuesto, podría mostrarse
igualmente el surgimiento de una nueva nación, la instauración de un Estado
nuevo, sus relaciones diplomáticas, su orientación política, económica. Pero
hemos querido hablar precisamente de esa tabla rasa que define toda descolonización
en el punto de partida. Su importancia inusitada es que constituye, desde el
primer momento, la reivindicación mínima del colonizado. A decir verdad, la
prueba del éxito reside en un panorama social modificado en su totalidad. La
importancia extraordinaria de ese cambio es que es deseado, reclamado, exigido.
La necesidad de ese cambio existe en estado bruto, impetuoso y apremiante, en
la conciencia y en la vida de los hombres y mujeres colonizados. Pero la
eventualidad de ese cambio es igualmente vivida en la forma de un futuro
aterrador en la conciencia de otra "especie" de hombres y
mujeres: los colonos.
La
descolonización, que se propone cambiar el orden del mundo es, como se ve, un
programa de desorden absoluto. Pero no puede ser el resultado de una operación
mágica, de un sacudimiento natural o de un entendimiento amigable. La
descolonización, como se sabe, es un proceso histórico: es decir, que no puede
ser comprendida, que no resulta inteligible, tras lúcida asímisma, si no en la
medida exacta en que se discierne el movimiento historizant e que le da forma y
contenido. La descolonización es el encuentro de dos fuerzas congénitamente
antagónicas que extraen precisamente su originalidad de esa especie de
sustanciación que segrega y alimenta la situación colonial. Su primera
confrontación se ha desarrollado bajo el signo de la violencia y su
cohabitación —más precisamente la explotación del colonizado por el colono— se
ha realizado con gran despliegue de bayonetas y de cañones. El colono y el colonizado
se conocen desde hace tiempo. Y, en realidad, tiene razón el colono cuando dice
conocerlos. Es el colono el que ha hecho y sigue haciendo al colonizado. El
colono saca su verdad, es decir, sus bienes, del sistema colonial.
La
descolonización no pasa jamás inadvertida puesto que afecta al ser, modifica
fundamentalmente al ser, transforma a los espectadores aplastados por la falta
de esencia en actores privilegiados, recogidos de manera casi grandiosa por la
hoz de la historia. Introduce en el ser un ritmo propio, aportado por los
nuevos hombres, un nuevo lenguaje, una nueva humanidad. La descolonización
realmente es creación de hombres nuevos. Pero esta creación no recibe su
legitimidad de ninguna potencia sobrenatural: la "cosa" colonizada se
convierte en hombre en el proceso mismo por el cual se libera.
En la
descolonización hay, pues, exigencia de un replanteamiento integral de la
situación colonial. Su definición puede encontrarse, si se quiere describirla
con precisión, en la frase bien conocida: "los últimos serán los
primeros". La descolonización es la comprobación de esa frase. Por eso, en
el plano de la rescripción, toda descolonización es un logro.
Expuesta
en su desnudez, la descolonización permite adivinar a través de todos sus
poros, balas sangrientas, cuchillos sangrientos. Porque si los últimos deben
ser los primeros, no puede ser sino tras un afrontamiento decisivo y a muerte
de los dos protagonistas. Esa voluntad afirmada de hacer pasar a los últimos a
la cabeza de la fila, de hacerlos subir a un ritmo (demasiado rápido, dicen
algunos) los famosos escalones que definen a una sociedad organizada, no puede
triunfar sino cuando se colocan en la balanza todos los medios incluida, por
supuesto, la violencia.
No se
desorganiza una sociedad, por primitiva que sea, con semejante programa si no
se está decidido desde un principio, es decir, desde la formulación misma de
ese programa, a vencer todos los obstáculos con que se tropiece en el camino.
El colonizado que decide realizar ese programa, convertirse en su motor, está
dispuesto en todo momento a la violencia. Desde su nacimiento, le resulta claro
que ese mundo estrecho, sembrado de contradicciones, no puede ser impugnado
sino por la violencia absoluta.
El mundo
colonial es un mundo en compartimientos. Sin duda resulta superfluo, en el
plano de la descripción, recordar la existencia de ciudades indígenas y
ciudades europeas, de escuelas para indígenas y escuelas para europeos, así
como es superfluo recordar el apartheid en Sudáfrica . N o obstante, si
penetramos en la intimidad de esa separación en compartimientos, podremos al
menos poner en evidencia algunas de las líneas de fuerza que presupone. Este
enfoque del mundo colonial, de su distribución, de su disposición geográfica va
a permitirnos delimitar los ángulos desde los cuales se reorganizará la
sociedad descolonizada.
El mundo
colonizado es un mundo cortado en dos. La línea divisoria, la frontera está
indicada por los cuarteles y las delegaciones de policía. En las colonias, el
interlocutor válido e institucional del colonizado, el vocero del colono y del
régimen de opresión es el gendarme o el soldado. En las sociedades de tipo
capitalista, la enseñanza, religiosa o laica, la formación de reflejos morales
trasmisibles de padres a hijos, la honestidad ejemplar de obreros condecorados
después de cincuenta años de buenos y leales servicios, el amor alentado por la
armonía y la prudencia, esas formas estéticas del respeto al orden establecido,
crean en torno al explotado una atmósfera de sumisión y de inhibición que
aligera considerablemente la tarea de las fuerzas del orden. En los países
capitalistas, entre el explotado el poder se interponen una multitud de
profesores de moral, de consejeros, de "desorientadores". En las
regiones coloniales, por el contrario, el gendarme y el soldado, por su
presencia inmediata, sus intervenciones directas y frecuentes, mantienen el
contacto con el colonizado y le aconsejan, a golpes de culata o incendiando sus
poblados, que no se mueva. El intermediario del poder utiliza un lenguaje de
pura violencia. El intermediario no aligera la opresión, no hace más velado el
dominio. Los expone, los manifiesta con la buena conciencia de las fuerzas del
or- den. El intermediario lleva la violencia a la casa y al cerebro del colonizado.
La zona
habitada por los colonizados no es complementaria de la zona habitada por los
colonos. Esas dos zonas se oponen, pero no al servicio de una unidad superior.
Regidas por una lógica puramente aristotélica, obedecen al principio de
exclusión recíproca: no hay conciliación posible, uno de los términos sobra. La
ciudad del colono es una ciudad dura, toda de piedra y hierro. Es una ciudad
iluminada, asfaltada, donde los cubos de basura están siempre llenos de restos
desconocidos, nunca vistos, ni siquiera soñados. Los pies del colono no se ven
nunca, salvo quizá en el mar, pero jamás se está muy cerca de ellos. Pies
protegidos por zapatos fuertes, mientras las calles de su ciudad son limpias,
lisas, sin hoyos, sin piedras. La ciudad del colono es una ciudad harta,
perezosa, su vientre está lleno de cosas buenas permanentemente. La ciudad del
colono es una ciudad de blancos, de extranjeros. La ciudad del colonizado, o al
menos la ciudad indígena, la ciudad negra, la "medina" o barrio árabe,
la reserva es un lugar de mala fama, poblado por hombres de mala fama, allí se
nace en cualquier parte, de cualquier manera. Se muere en cualquier parte, de
cualquier cosa. Es un mundo sin intervalos, los hombres están unos sobre otros,
las casuchas unas sobre otras. La ciudad del colonizado es una ciudad
hambrienta, hambrienta de pan, de carne, de zapatos, de carbón, de luz. La
ciudad del colonizado es una ciudad agachada, una ciudad de rodillas, una
ciudad
revolcada
en el fango. Es una ciudad de negros, una ciudad de boicots. La mirada que el
colonizado lanza sobre la ciudad del colono es una mirada de lujuria, una
mirada de deseo.
Sueños de
posesión. Todos los modos de posesión: sentarse a la mesa del colono, acostarse
en la cama del colono, si es posible con su mujer. El colonizado es un
envidioso. El colono no lo ignora cuando, sorprendiendo su mirada a la deriva,
comprueba amargamente, pero siempre alerta: "Quieren ocupar nuestro
lugar." Es verdad, no hay un colonizado que no sueñe cuando menos una vez
al día en instalarse en el lugar del colono.
Ese mundo
en compartimientos, ese mundo cortado en dos está habitado por especies
diferentes. La originalidad del contexto colonial es que las realidades
económicas, las desigualdades, la enorme diferencia de los modos de vida, no
llegan nunca a ocultar las realidades humanas. Cuando se percibe en su aspecto
inmediato el contexto colonial, es evidente que lo que divide al mundo es
primero el hecho de pertenecer o no a tal especie, a tal raza. En las colonias,
la infraestructura es igualmente una superestructura. La causa es consecuencia:
se es rico porque se es blanco, se es blanco porque se es rico . Por eso los
análisis marxistas deben modificarse ligeramente siempre que se aborda el
sistema colonial. Hasta el concepto de sociedad precapitalista, bien estudiado
por Marx, tendría que ser reformulado. El siervo es de una esencia distinta que
el caballero, pero es necesaria una referencia al derecho divino para legitimar
esa diferencia de clases. En las colonias, el extranjero venido de fuera se ha
impuesto con la ayuda de sus cañones y de sus máquinas. A pesar de la
domesticación lograda, a pesar de la apropiación, el colono sigue siendo
siempre un extranjero. No son ni las fábricas, ni las propiedades, ni la cuenta
en el banco lo que caracteriza principalmente a la "clase dirigente".
La especie dirigente es, antes que nada, la que viene de afuera, la que no se
parece a los autóctonos, a "los otros".
La
violencia que ha presidido la constitución del mundo colonial, que ha ritmado
incansablemente la destrucción de las formas sociales autóctonas, que ha
demolido sin restricciones los sistemas de referencias de la economía, los
modos de apariencia, la ropa, será reivindicada y asumida por el colonizado
desde el momento en que, decidida a convertirse en la historia en acción, la
masa colonizada penetre violentamente en las ciudades prohibidas. Provocar un
estallido del mundo colonial será, en lo sucesivo, una imagen de acción muy
clara, muy comprensible y capaz de ser asumida por cada uno de los individuos
que constituyen el pueblo colonizado. Dislocar al mundo colonial no significa
que después de la abolición de las fronteras se arreglará la comunicación entre
las dos zonas. Destruir el mundo colonial es, ni más ni menos, abolir una zona,
enterrarla en lo más profundo de la tierra o expulsarla del territorio.
La
impugnación del mundo colonial por el colonizado no es una confrontación
racional de los puntos de vista. No es un discurso sobre lo universal, sino la
afirmación desenfrenada de una originalidad formulada como absoluta. El mundo
colonial es un mundo maniqueo. No le basta al colono limitar físicamente, es
decir, con ayuda de su policía y de sus gendarmes, el espacio del colonizado.
Como para ilustrar el carácter totalitario de la explotación colonial, el
colono hace del colonizado una especie de quintaesencia del mal.1 La sociedad
colonizada no sólo se define como una sociedad sin valores. No le basta al
colono afirmar que los valores han abandonado o, mejor aún, no han habitado
jamás el mundo colonizado. El indígena es declarado impermeable a la ética;
ausencia de valores, pero también negación de los valores. Es, nos atrevemos a
decirlo, el enemigo de los valores. En este sentido, es el mal absoluto.
Elemento corrosivo, destructor de todo lo que está cerca, elemento deformador,
capaz de desfi- gurar todo lo que se refiere a la estética o la moral,
depositario de fuerzas maléficas, instrumento inconsciente e irrecuperable de
fuerzas ciegas. Y M. Meyer podía decir seriamente a la Asamblea Nacional
Francesa que no había que prostituir la República haciendo penetrar en ella al
pueblo argelino. Los valores, en efecto, son irreversiblemente envenenados e
infectados cuando se les pone en contacto con el pueblo colonizado. Las costumbres
del colonizado, sus tradiciones, sus mitos, sobre todo sus mitos, son la señal
misma de esa indigencia, de esa depravación constitucional. Por eso hay que
poner en el mismo plano al D.D.T, que destruye los parásitos, trasmisores de
enfermedades, y a la religión cristiana, que extirpa de raíz las, herejías, los
instintos, el mal. El retroceso de la fiebre amarilla y los progresos de la
evangelización forman parte de un mismo balance. Pero los comunicados
triunfantes de las misiones, informan realmente acerca de la importancia de los
fermentos de enajenación introducidos en el seno del pueblo colonizado. Hablo
de la religión cristiana y nadie tiene derecho a sorprenderse. La Iglesia en
las colonias es una Iglesia de blancos, una Iglesia de extranjeros. No llama al
hombre colonizado al camino de Dios sino al camino del Blanco, del amo, del
opresor. Y, como se sabe, en esta historia son muchos los llamados y pocos los
elegidos.
A veces
ese maniqueísmo llega a los extremos de su lógica y deshumaniza al colonizado.
Propiamente hablando lo animaliza. Y, en realidad, el lenguaje del colono,
cuando habla del colonizado, es un lenguaje zoológico. Se alude a los
movimientos de reptil del amarillo, a las emanaciones de la ciudad indígena, a
las hordas, a la peste, el pulular, el hormigueo, las gesticulaciones. El
colono, cuando quiere describir y encontrar la palabra justa, se refiere
constantemente al bestiario. El europeo raramente utiliza "imágenes".
Pero el colonizado, que comprende el proyecto del colono, el proceso exacto que
se pretende hacerle seguir, sabe inmediatamente en qué piensa. Esa demografía
galopante, esas masas histéricas, esos rostros de los que ha desaparecido toda
humanidad, esos cuerpos obesos que no se parecen ya a nada, esa cohorte sin
cabeza ni cola, esos niños que parecen no pertenecer a nadie, esa pereza
desplegada al sol, ese ritmo vegetal, todo eso forma parte del vocabulario
colonial. El general De Gaulle habla de las "multitudes amarillas" y
el señor Mauriac de las masas negras, cobrizas y amarillas que pronto van a
irrumpir en oleadas. El colonizado sabe todo eso y ríe cada vez que se descubre
como animal en las palabras del otro. Porque sabe que no es un animal. Y
precisamente, al mismo tiempo que descubre su humanidad, comienza a bruñir sus
armas para hacerla triunfar.
Cuando el
colonizado comienza a presionar sus amarras, a inquietar al colono, se le
envían almas buenas que, en los "Congresos de cultura" le exponen las
calidades específicas, las riquezas de los valores occidentales. Pero cada vez
que se trata de valores occidentales se produce en el colonizado una especie de
endurecimiento, de tetania muscular. En el periodo de descolonización, se apela
a la razón de los colonizados. Se les proponed valores seguros, se les explica
prolijamente que la descolonización no debe significar regresión, que hay que
apoyarse en valores experimentados, sólidos, bien considerados. Pero sucede que
cuando un colonizado oye un discurso sobre la cultura occidental, saca su
machete o al menos se asegura de que está al alcance de su mano. La violencia
con la cual se ha afirmado la supremacía de los valores blancos, la agresividad
que ha impregnado la confrontación victoriosa de esos valores con los modos de
vida o de pensamiento de los colonizados hacen que, por una justa inversión de
las cosas, el colonizado se burle cuando se evocan frente a él esos valores. En
el contexto colonial, el colono no se detiene en su labor de crítica violenta
del colonizado, sino cuando este último ha reconocido en voz alta e inteligible
la supremacía de los valores blancos. En el periodo de descolonización, la masa
colonizada se burla de esos mismos valores, los insulta, los vomita con todas
sus fuerzas.
Ese
fenómeno se disimula generalmente porque, durante el periodo de descolonización,
ciertos intelectuales colonizados han entablado un diálogo con la burguesía del
país colonialista. Durante ese periodo, la población autóctona es percibida
como masa indistinta. Las pocas individualidades autóctonas que los burgueses
colonialistas han tenido ocasión de conocer aquí y allá no pesan
suficientemente sobre esa percepción inmediata para dar origen a matices. Por
el contrario, durante el periodo de liberación, la burguesía colonialista busca
febrilmente establecer contactos con las "élites". Es con esas élites
con las que se establece el famoso diálogo sobre los valores. La burguesía
colonialista, cuando advierte la imposibilidad de mantener su dominio sobre los
países coloniales, decide entablar un combate en la retaguardia, en el terreno
de la cultura, de los valores, de las técnicas, etc. Pero lo que no hay que
perder nunca de vista es que la inmensa mayoría de los pueblos colonizados es
impermeable a esos problemas. Para el pueblo colonizado, el valor más esencial,
por ser el más concreto, es primordialmente la tierra: la tierra que debe
asegurar el pan y, por supuesto, la dignidad. Pero esa dignidad no tiene nada
que ver con la dignidad de la "persona humana". Esa persona humana
ideal, jamás ha oído hablar de ella. Lo que el colonizado ha visto en su tierra
es que podían arrestarlo, golpearlo hambrearlo impunemente; y ningún profesor
de moral, ningún cura, vino jamás a recibir los golpes en su lugar ni a
compartir con él su pan.
Para el
colonizado, ser moralista es, muy concretamente, silenciar la actitud déspota
del
colono, y
así quebrantar su violencia desplegada, en una palabra, expulsarlo
definitivamente del panorama. El famoso principio que pretende que todos los
hombres sean iguales encontrará su ilustración en las colonias cuando el
colonizado plantee que es el igual del colono. Un paso más querrá pelear para
ser más que el colono. En realidad, ya ha decidido reemplazar al colono, tomar
su lugar. Como se ve, es todo un universo material y moral el que se desploma.
El intelectual que ha seguido, por su parte, al colonialista en el plano de lo
universal abstracto va a pelear porque el colono y el colonizado puedan vivir
en paz en un mundo nuevo. Pero o que no ve, porque precisamente el colonialismo
se ha infiltrado en él con todos sus modos de pensamiento, es que el colono,
cuando desaparece el contexto colonial, no tiene ya interés en quedarse, en
coexistir. No es un azar si, inclusive antes de cualquier negociación entre el
gobierno argelino y el gobierno francés, la minoría europea llamada
"liberal" ya ha dado a conocer su posición: reclama, ni más ni menos,
la doble ciudadanía. Es que acantonándose en el plano abstracto, se quiere
condenar al colono a dar un salto muy concreto a lo desconocido. Digámoslo: el
colono sabe perfectamente que ninguna fraseología sustituye a la realidad. El
colonizado, por tanto, descubre que su vida, su respiración, los latidos de su
corazón son los mismos que los del colono. Descubre que una piel de colono no
vale más que una piel de indígena. Hay que decir, que ese descubrimiento introduce
una sacudida esencial en el mundo. Toda la nueva y revolucionaria seguridad del
colonizado se desprende de esto. Si, en efecto, mi vida tiene el mismo peso que
la del colono, su mirada ya no me fulmina, ya no me inmoviliza, su voz no me
petrifica. Ya no me turbo en su presencia. Prácticamente, lo fastidio. No sólo
su presencia no me afecta ya, sino que le preparo emboscadas tales que pronto
no tendrá más salida que la huida.
El
contexto colonial, hemos dicho, se caracteriza por la dicotomía que inflige al
mundo. La descolonización unifica ese mundo, quitándole por una decisión
radical su heterogeneidad, unificándolo sobre la base de la nación, a veces de
la raza. Conocemos esa frase feroz de los pa- triotas senegaleses, al evocar
las maniobras de su presidente Senghor: "Hemos pedido la africanización de
los cuadros, y resulta que Senghor africaniza a los europeos." Lo que
quiere decir que el colonizado tiene la posibilidad de percibir en una
inmediatez absoluta si la descolonización tiene lugar o no: el mínimo exigido
es que los últimos sean los primeros.
Pero el
intelectual colonizado aporta variantes a esta demanda y, en realidad, las
motivaciones no parecen faltarle: cuadros administrativos, cuadros técnicos,
especialistas. Pero el colonizado interpreta esos salvoconductos ilegales como
otras tantas .maniobras de sabotaje y no es raro oír a un colonizado declarar
aquí y allá: "No valía la pena, entonces, ser independientes..."
En las
regiones colonizadas donde se ha llevado a cabo una verdadera lucha de
liberación, donde la sangre del pueblo ha corrido y donde la duración de la
fase armada ha favorecido el reflujo de los intelectuales sobre bases
populares, se asiste a una verdadera erradicación de la superestructura bebida
por esos intelectuales en los medios burgueses colonialistas. En su monólogo
narcisista, la burguesía colonialista, a través de sus universitarios, había
arraigado profundamente, en efecto, en el espíritu del colonizado que las
esencias son eternas a pesar de todos los errores imputables a los hombres. Las
esencias occidentales, por supuesto. El colonizado aceptaba lo bien fundado de
estas ideas y en un repliegue de su cerebro podía descubrirse un centinela
vigilante encargado de defender el pedestal grecolatino. Pero, durante la lucha
de liberación, cuando el colonizado vuelve a establecer contacto con su pueblo,
ese centinela ficticio se pulveriza. Todos los valores mediterráneos, triunfo
de la persona humana, de la claridad y de la Belleza, se convierten en adornos
sin vida y sin color. Todos esos argumentos parecen ensambles de palabras
muertas. Esos valores que parecían ennoblecer el alma se revelan inutilizables
porque no se refieren al combate concreto que ha emprendido el pueblo.
Y, en
primer lugar, el individualismo. El intelectual colonizado había aprendido de
sus maestros que el individuo debe afirmarse. La burguesía colonialista había
introducido a martillazos, en el espíritu del colonizado, la idea de una
sociedad de individuos donde cada cual se encierra en su subjetividad, donde la
riqueza es la del pensamiento. Pero el colonizado qué tenga la oportunidad de
sumergirse en el pueblo durante la lucha de liberación va a descubrir la
falsedad de esa teoría. Las formas de organización de la lucha van a proponerle
ya un vocabulario inhabitual. El hermano, la hermana, el camarada son palabras
proscritas por la burguesía colonialista porque, para ella, mi hermana es mi
cartera, mi camarada mi compinche en la maniobra turbia. El intelectual
colonizado asiste, en una especie de auto de fe, a la destrucción de todos sus
ídolos: el egoísmo, la recriminación orgullosa, la imbecilidad infantil del que
siempre quiere decir la última palabra. Ese intelectual colonizado, atonizado
por la cultura colonialista, descubrirá igualmente la consistencia de las
asambleas de las aldeas, la densidad de las comisiones del pueblo, la
extraordinaria fecundidad de las reuniones de barrio y de célula. Los asuntos
de cada uno ya no dejarán jamás de ser asuntos de todos porque, concretamente,
todos serán descubiertos por los legionarios y asesinados, o todos se salvarán.
La indiferencia hacia los demás, esa forma atea de la salvación, está prohibida
en este contexto.
Se habla
mucho desde hace tiempo de la autocrítica: ¿se sabe acaso que fue primero una
institución africana? Ya sea en los djemaas de África del Norte o en las
reuniones de África Occidental, la tradición quiere que los conflictos que
estallan en una aldea sean debatidos en público. Autocrítica en común, sin
duda, con una nota de humor, sin embargo, porque todo el mundo se siente sin
presiones, porque en última instancia todos queremos las mismas cosas. El
cálculo, los silencios insólitos, las reservas, el espíritu subterráneo, el
secreto, todo eso lo abandona el intelectual a medida que se sumerge en el
pueblo. Y es verdad que entonces puede decirse que la comunidad triunfa ya en
ese nivel, que segrega su propia luz, su propia razón.
Pero puede
suceder que la descolonización se produzca en regiones que no han sido
suficientemente sacudidas por la lucha de liberación y allí se encuentran esos
mismos intelectuales hábiles, maliciosos, astutos. En ellos se encuentran
intactas las formas de conducta y de pensamiento recogidas en el curso de su
trato con la burguesía colonialista. Ayer niños mimados del colonialismo, hoy
de la autoridad nacional, organizan el pillaje de los recursos nacionales.
Despiadados, suben por combinaciones o por robos legales: importación-
exportación, sociedades anónimas, juegos de bolsa, privilegios ilegales, sobre
esa miseria actualmente nacional. Demandan con insistencia la nacionalización
de las empresas comerciales, es decir, la reserva de los mercados y las buenas
ocasiones sólo para los nacionales.
Doctrinalmente,
proclaman la necesidad imperiosa de nacionalizar el robo de la nación. En esa
aridez del periodo nacional, en, la fase llamada de austeridad, el éxito de sus
rapiñas provoca rápidamente la cólera la violencia del pueblo. Ese pueblo
miserable e independiente, en el contexto africano e internacional actual,
adquiere la conciencia social a un ritmo acelerado. Las pequeñas
individualidades no tardarán en comprenderlo. Para asimilar la cultura del
opresor y aventurarse en ella, el colonizado ha tenido que dar garantías. Entre
otras, ha tenido que hacer suyas las formas de pensamiento de la burguesía
colonial. Esto se comprueba en la ineptitud del intelectual colonizado para
dialogar. Porque no sabe hacerse inesencial frente al objeto o la idea. Por el
contrario, cuando milita en el seno del pueblo se maravilla continuamente. Se
ve literalmente desarmado por la buena fe y la honestidad del pueblo. El riesgo
permanente que lo acecha entonces es hacer populismo. Se transforma en una
especie de bendito-sí-sí, que asiente ante cada frase del pueblo, convertida
por él en sentencia. Pero el fellah, el desempleado, el hambriento no pretende
la verdad. No dice que él es la verdad, puesto que lo es en su ser mismo.
El
intelectual se comporta objetivamente, en esta etapa, como un vulgar
oportunista. Sus maniobras, en realidad, no han cesado. El pueblo no piensa en
rechazarlo ni en acorralarlo. Lo que el pueblo exige es que todo se ponga en
común. La inserción del intelectual colonizado en la marea popular va a
demorarse por la existencia en él de un curioso culto por el detalle. No es que
el pueblo sea rebelde, si se le analiza. Le gusta que le expliquen, le gusta
comprender las articulaciones de un razonamiento, le gusta ver hacia dónde va.
Pero el intelectual colonizado, al principio de su cohabitación con el pueblo,
da mayor importancia al detalle y llega a olvidar la derrota del colonialismo,
el objeto mismo de la lucha. Arrastrado en el movimiento multiforme de la
lucha, tiene tendencia a fijarse en tareas locales, realizadas con ardor, pero
casi siempre demasiado solemnizadas. No ve siempre la totalidad. Introduce la
noción de disciplinas, especialidades, campos, en esa terrible máquina de
mezclar y triturar que es una revolución popular. Dedicado a puntos precisos
del frente, suele perder de vista la unidad del movimiento y, en caso de
fracaso local, se deja llevar por la duda, la decepción. El pueblo, al
contrario, adopta desde el principio posiciones globales. La tierra y el pan:
¿qué hacer para obtener la tierra y el pan? Y ese aspecto preciso,
aparentemente limitado, restringido del pueblo es, en definitiva, el modelo
operatorio más enriquecedor y más eficaz.
El
problema de la verdad debe solicitar igualmente nuestra atención. En el seno
del pueblo, desde siempre, la verdad sólo corresponde a los nacionales. Ninguna
verdad absoluta, ningún argumento sobre la transparencia del alma puede
destruir esa posición. A la mentira de la situación colonial, el colonizado
responde con una mentira semejante. La conducta con los nacionales es abierta;
crispada e ilegible con los colonos. La verdad es lo que precipita la
dislocación del régimen colonial y pierde a los extranjeros. En el contexto
colonial no existe una conducta regida por la verdad. Y el bien es simplemente
lo que les hace mal a los otros.
Se
advierte entonces que el maniqueísmo primario que regía la sociedad colonial se
conserva intacto en el periodo de descolonización. Es que el colono no deja de
ser nunca el enemigo, el antagonista, precisamente el hombre que hay que
eliminar. El opresor, en su zona, hace existir el movimiento, movimiento de
dominio, de explotación, de pillaje. En la otra zona, la cosa colonizada,
arrollada, expoliada, alimenta como puede ese movimiento, que va sin cesar
desde las márgenes del territorio a los palacios y los muelles de la
"metrópoli". En esa zona fija, la superficie está quieta, la palmera
se balancea frente a las nubes, las olas del mar rebotan sobre los guijarros,
las materias primas van y vienen, legitimando la presencia del colono mientras
que agachado, más muerto que vivo, el colonizado se eterniza en un sueño
siempre igual. El colono hace la historia. Su vida es una epopeya, una odisea.
Es el comienzo absoluto: "Esta tierra, nosotros la hemos hecho." Es
la causa permanente: "Si nos vamos, todo está perdido, esta tierra volverá
a la Edad Media." Frente a él, seres embotados, roídos desde dentro por
las fiebres y las costumbres ancestrales, constituyen un marco casi mineral del
dinamismo innovador del mercantilismo colonial.
El colono
hace la historia y sabe que la hace. Y como se refiere constantemente a la
historia de la metrópoli, indica claramente que está aquí como prolongación de
esa metrópoli. La historia que escribe no es, pues, la historia del país al que
despoja, sino la historia de su nación en tanto que ésta piratea, viola y
hambrea. La inmovilidad a que está condenado el colonizado no puede ser
impugnada sino cuando el colonizado decide poner término a la historia de la
colonización, a la historia del pillaje, para hacer existir la historia de la
nación, la historia de la descolonización.
Mundo
dividido en compartimientos, maniqueo, inmóvil, mundo de estatuas: la estatua
del general que ha hecho la conquista, la estatua del ingeniero que ha
construido el puente. Mundo seguro de sí, que aplasta con sus piedras las
espaldas desolladas por el látigo. He ahí el mundo colonial. El indígena es un
ser acorralado, el apartheid no es sino una modalidad de la división en
compartimientos del mundo colonial. La primera cosa que aprende el indígena es
a ponerse en su lugar, a no pasarse de sus límites. Por eso sus sueños son
sueños musculares, sueños de acción, sueños agresivos. Sueño que salto, que
nado, que corro, que brinco. Sueño que río a carcajadas, que atravieso el río
de un salto, que me persiguen muchos autos que no me alcanzan jamás. Durante la
colonización, el colonizado no deja de liberarse entre las nueve de la noche y
las seis de la mañana.
Esa
agresividad sedimentada en sus músculos, va a manifestarla el colonizado
primero contra los suyos. Es el periodo en que los negros se pelean entre sí y
los policías, los jueces de instrucción no saben qué hacer frente a la
sorprendente criminalidad norafricana. Más adelante veremos lo que debe
pensarse de este fenómeno.2 Frente a la situación colonial, el colonizado se
encuentra en un estado de tensión permanente. El mundo del colono es un mundo
hostil, que rechaza, pero al mismo tiempo es un mundo que suscita envidia.
Hemos visto cómo el colonizado siempre sueña con instalarse en el lugar del
colono. No con convertirse en colono, sino con sustituir al colono. Ese mundo
hostil, pesado, agresivo, porque rechaza con todas sus asperezas a la masa
colonizada, representa no el infierno del que habría que alejarse lo más pronto
posible, sino un paraíso al alcance de la mano protegido por terribles canes.
El colonizado
está siempre alerta, descifrando difícilmente los múltiples signos del mundo
colonial; nunca sabe si ha pasado o no del límite. Frente al mundo determinado
por el colonialista, el colonizado siempre se presume culpable. La culpabilidad
del colonizado no es una culpabilidad asumida, es más bien una especie de
maldición, una espada de Damocles.
Pero, en
lo más profundo de sí mismo, el colonizado no reconoce ninguna instancia. Está
dominado, pero no domesticado. Está inferiorizado, pero no convencido de su
inferioridad. Espera pacientemente que el colono descuide su vigilancia para
echársele encima. En sus músculos, el colonizado siempre está en actitud
expectativa. No puede decirse que esté inquieto, que esté aterrorizado En
realidad, siempre está presto a abandonar su papel de presa y asumir el de
cazador. El colonizado es un perseguido que sueña permanentemente con
transformarse en perseguidor. Los símbolos sociales —gendarmes, clarines que
suenan en los cuarteles, desfiles militares y la bandera allá arriba— sirven a
la vez de inhibidores y de excitantes. No significan: "No te muevas",
sino "Prepara bien el golpe". Y de hecho, si el co- lonizado tuviera
tendencia a dormirse, a olvidar, la altivez del colono y su preocupación por
experimentar la solidez del sistema colonial, le recordarían constantemente que
la gran confrontación no podrá ser indefinidamente demorada. Ese impulso de
tomar el lugar del colono mantiene constantemente su tensión muscular. Sabemos,
en efecto, que en condiciones emocionales dadas, la presencia del obstáculo
acentúa la tendencia al movimiento.
Las
relaciones entre colono y colonizado son relaciones de masa. Al número, el
colono opone su fuerza. El colono es un exhibicionista. Su deseo de seguridad
lo lleva a recordar en alta voz al colonizado que: "Aquí el amo soy
yo." El colono alimenta en el colonizado una cólera que detiene al
manifestarse. El colonizado se ve apresado entre las mallas cerradas del
colonialismo. Pero ya hemos visto cómo, en su interior, el colono sólo obtiene
una seudopetrificación. La tensión muscular del colonizado se libera
periódicamente en explosiones sanguinarias: luchas tribales, luchas de çofs,
luchas entre individuos.
Al nivel
de los individuos, asistimos a una verdadera negación del buen sentido.
Mientras que el colono o el policía pueden, diariamente, golpear al colonizado,
insultarlo, ponerlo de rodillas, se verá al colonizado sacar su cuchillo a la
menor mirada hostil o agresiva de otro colonizado. Porque el último recurso del
colonizado es defender su personalidad frente a su igual. Las luchas tribales
no hacen sino perpetuar los viejos rencores arraigados en la memoria. Al
lanzarse con todas sus fuerzas a su venganza, el colonizado trata de
convencerse de que el colonialismo no existe, que todo sigue como antes, que la
historia continúa. Observamos con plena claridad, en el nivel de las
colectividades, esas famosas formas de conducta de prevención, como si anegarse
en la sangre fraterna permitiera no ver el obstáculo, diferir hasta más tarde la
opción, sin embargo, inevitable, la que desemboca en la lucha armada contra el
colonialismo. Autodestrucción colectiva muy concreta en las luchas tribales,
tal es, pues, uno de los caminos por donde se libera la tensión muscular del
colonizado. Todos esos comportamientos son reflejos de muerte frente al
peligro, conductas suicidas que permiten al colono, cuya vida y dominio
resultan tanto más consolidados, comprobar que esos hombres no son racionales.
El colonizado logra igualmente, mediante la religión, no tomar en cuenta al
colono. Por el fatalismo, se retira al opresor toda iniciativa, la causa de los
males, de la miseria, del destino está en Dios. El individuo acepta así la
disolución decidida por Dios, se aplasta frente al colono y frente a la suerte
y, por una especie de reequilibrio interior, logra una serenidad de piedra.
Mientras
tanto, la vida continúa y es de los mitos terroríficos, tan prolíficos en las
sociedades subdesarrolladas, de donde el colonizado va a extraer las
inhibiciones de su agresividad: genios maléficos que intervienen cada vez que
alguien se mueve de lado, hombres leopardos, hombres serpientes, canes con seis
patas, zombis, toda una gama inagotable de formas animales o de gigantes crea
en torno del colonizado un mundo de prohibiciones, de barreras, de
inhibiciones, mucho más terrible que el mundo colonialista. Esta
superestructura mágica que impregna a la sociedad autóctona cumple, dentro del
dinamismo de la economía de la libido, funciones precisas. Una de las
características, en efecto, de las sociedades subdesarrolladas es que la libido
es principalmente cuestión de grupo, de familia. Conocemos ese rasgo, bien
descrito por los etnólogos, de sociedades donde el hombre que sueña que tiene
relaciones sexuales con una mujer que no es la suya debe confesar públicamente
ese sueño y pagar el impuesto en especie o en jornadas de trabajo al marido o a
la familia afectada. Lo que prueba de paso, que las sociedades llamadas
prehistóricas dan una gran importancia la inconsciente.
La
atmósfera de mito y de magia, al provocar miedo, actúa como una realidad
indudable. Al aterrorizarme, me integra en las tradiciones, en la historia de
mi comarca o de mi tribu, pero al mismo tiempo me asegura, me señala un status,
un acta de registro civil. El plano del secreto, en los países
subdesarrollados, es un plano colectivo que depende exclusivamente de la magia.
Al circunscribirme dentro de esa red inextricable donde los actos se repiten
con una permanencia cristalina, lo que se afirma es la perennidad de un mundo
mío, de un mundo nuestro. Los zombis son más aterrorizantes, créamelo, que los
colonos. Y el problema no está ya entonces, en ponerse en regla con el mundo
bardado de hierro del colonialismo, sino en pensarlo tres veces antes de
orinar, escupir o salir de noche.
Las
fuerzas sobrenaturales, mágicas, son fuerzas sorprendentemente yoicas. Las
fuerzas del colono quedan infinitamente empequeñecidas, resultan ajenas. Ya no
hay que luchar realmente contra ellas puesto que lo que cuenta es la temible
adversidad de las estructuras míticas. Todo se resuelve como se ve, en un
permanente enfrentamiento en el plano fantasmagórico.
De
cualquier manera, en la lucha de liberación, ese pueblo antes lanzado en
círculos irreales, presa de un terror indecible, pero feliz de perderse en una
tormenta onírica, se disloca, se reorganiza y engendra, con sangre y lágrimas,
confrontaciones reales e inmediatas. Dar de comer a los mudjahidines, apostar
centinelas, ayudar a las familias creyentes de lo más necesario, reemplazar al
marido muerto o prisionero: ésas son las tareas concretas que debe emprender el
pueblo en la lucha por la liberación.
En el
mundo colonial, la efectividad del colonizado se mantiene a flor de piel como
una llaga viva que no puede ser cauterizada. Y la psique se retracta, se
oblitera, se descarga en demostraciones musculares que han hecho decir a
hombres muy sabios que el colonizado es un histérico. Esta afectividad erecta,
espiada por vigías invisibles, pero que se comunican directamente con el núcleo
de la personalidad, va a complacerse eróticamente en las disolucio- nes
motrices de la crisis.
En otro
ángulo, veremos cómo la afectividad del colonizado se agota en danzas más o
menos tendientes al éxtasis. Por eso un estudio del mundo colonial debe tratar
de comprender, forzosamente, el fenómeno de la danza y el trance. El
relajamiento del colonizado es, precisamente, esa orgía muscular en el curso de
la cual la agresividad más aguda, la violencia más inmediata se canalizan, se
transforman, se escamotean. El círculo de la danza es un círculo permisible.
Protege y autoriza. A horas fijas, en fechas fijas, hombres y mujeres se
encuentran en un lugar determinado y, bajo la mirada grave de la tribu, se
lanzan a una pantomima aparentemente desordenada, pero en realidad muy
sistematizada en la que, por múltiples vías, negaciones con la cabeza,
curvatura de la columna vertebral, inclinación hacia atrás de todo el cuerpo,
se descifra abiertamente el esfuerzo grandioso de una colectividad para
exorcizarse, liberarse, expresarse. Todo está permitido... en el ámbito de la
danza. El montículo al que han subido como para estar más cerca de la luna, el
ribazo en el que se han deslizado como para manifestar la equivalencia de la
danza y la ablución, la purificación, son lugares sagrados. Todo está permitido
porque, en realidad, no se reúnen sino para dejar que surja volcánicamente la
libido acumulada, la agresividad reprimida. Muertes simbólicas, cabalgatas
figuradas, múltiples asesinatos imaginarios todo eso tiene que salir. Los malos
humores se derraman, tumultuosos como torrentes de lava.
Un paso
más y caemos en pleno trance. En verdad, son sesiones de posesión-desposesión
las que se organizan: vampirismo, posesión por los djinns, por los zombis, por
Legba, el dios ilustre del Vudú. Estas trituraciones de la personalidad, esos
desdoblamientos, esas disoluciones cumplen una función económica primordial en
la estabilidad del mundo colonizado. A la ida, los hombres y las mujeres
estaban impacientes, excitados, "nerviosos". Al regreso, vuelven a la
aldea la calma, la paz, la inmovilidad.
En el
curso de la lucha de liberación, se asistirá a un despego singular por esas
prácticas. Frente a paredón, con el cuchillo en la garganta o, para ser más
precisos, con los electrodos en las partes genitales, el colonizado va a verse
obligado a dejar de narrarse historias.
Después de
azos de irrealismo, después de haberse revolcado entre los fantasmas más
increíbles, el colonizado, empuñando la ametralladora, se enfrenta por fin a
las únicas fuerzas que negaban su ser: las del colonialismo. Y el joven
colonizado que crece en una atmósfera de hierro y fuego puede burlarse —y no se
abstiene de hacerlo— de los antepasados zombis, de los caballos de dos cabezas,
de los muertos que resucitan, de los djinns que se aprovechan de un bostezo
para penetrar en nuestro cuerpo. El colonizado descubre lo real y lo transforma
en el movimiento de su praxis, en el ejercicio de la violencia, en su proyecto
de liberación.
Hemos
visto que durante todo el periodo colonial esta violencia, aunque a flor de
piel, gira en el vacío. La hemos visto canalizada por las descargas emocionales
de la danza o el trance. La hemos visto agotarse en luchas fratricidas. Ahora
se plantea el problema de captar esa violencia en camino de reorientarse.
Mientras antes se expresaba en los mitos y se ingeniaba en descubrir ocasiones
de suicidio colectivo, he aquí que las condiciones nuevas van a permitirle
cambiar de orientación.
En el
plano de la táctica política y de la Historia, en la época contemporánea se
plantea un problema teórico de importancia capital con motivo de la liberación
de las colonias; ¿cuando puede decirse que la situación está madura para un
movimiento de liberación nacional? ¿Cuál debe ser su vanguardia? Como las descolonizaciones
han revestido formas múltiples, la razón vacila y se prohíbe decir lo que es
una verdadera descolonización y una falsa descolonización. Veremos que para el
hombre comprometido es urgente decidir los medios, es decir, la conducta y la
organización. Fuera de eso, no hay sino un voluntarismo ciego con los albures
terriblemente reaccionarios que supone.
¿Cuáles,
son las fuerzas que, en el periodo colonial, proponen a la violencia del
colonizado nuevas vías nuevos polos de inversión? Primero los partidos
políticos y las élites intelectuales o comerciales. Pero lo que caracteriza a
ciertas formas políticas es el hecho de que proclaman principios, pero se
abstienen de dar consignas. Toda la actividad de esos partidos políticos
nacionalistas en el periodo colonial es una actividad de tipo electoral, una
serie de disertaciones filosófico-políticas sobre el tema del derecho de los
pueblos a disponer de ellos mismos, del derecho de los hombres a la dignidad y
al pan, la afirmación continua de "cada hombre un voto". Los partidos
políticos nacionalistas no insisten jamás en la necesidad de la prueba de
fuerza, porque su objetivo no es precisamente la transformación radical del
sistema. Pacifistas, legalistas, de hecho partidarios del orden nuevo, esas formaciones
políticas plantean crudamente a la burguesía colonialista el problema que les
parece esencial: "Dennos el poder." Sobre el problema específico de
la violencia, las élites son ambiguas. Son violentas en las palabras y
reformistas en las actitudes. Cuando los cuadros políticos nacionalistas
burgueses dicen una cosa, advierten sin ambages que no la piensan realmente.
Hay que
interpretar esa característica de los partidos nacionalistas tanto por la
calidad de sus cuadros como por la de sus partidarios. Los partidarios de los
partidos nacionalistas son partidarios urbanos. Esos obreros, esos maestros,
esos artesanos y comerciantes han empezado -en el nivel menor, por supuesto- a
aprovechar ala situación colonial, tienen intereses particulares. Lo que esos partidarios
reclaman es el mejoramiento de su suerte, el aumento de sus salarios. El
diálogo entre estos partidarios políticos y el colonialismo no se rompe jamás.
Se discuten arreglos, representación electoral, libertad de prensa, libertad de
asociación. Se discuten reformas. No hay que sorprenderse; pues, de ver a gran
húmero de indígenas militar en las sucursales de las formaciones políticas de
la metrópoli: Esos indígenas luchan por un lema abstracto "él poder para
el proletariado" olvidando que, en su región; hay que fundar el combate
principalmente en lemas carácter nacionalista. El intelectual colonizado ha
invertido su agresividad en su voluntad apenas velada de asimilarse al mundo
colonial. Ha puesto su agresividad al servicio de sus propios intereses, de sus
intereses de individuo; Así surge fácilmente una especie de esclavos manumisos:
lo qué reclama el intelectual es la posibilidad de multiplicar los manumisos,
la posibilidad de organizar una auténtica clase de manumisos. Las masas, por el
contrario, no pretenden el aumento de las oportunidades de éxito de los
individuos. Lo que exigen no es el status del colono, sino el lugar del colono.
Los colonizados, en su inmensa mayoría, quieren la finca del colono. No se
trata de entrar en competencia con él. Quieren su lugar.
El
campesinado es descuidado sistemáticamente por la propaganda de la mayoría de
los partidos nacionalistas Y es evidente que en los países coloniales sólo el
campesinado es revolucionario. No tiene nada que perder y tiene todo por ganar.
El campesinado, el desclasado, el hambriento, es el explotado que descubre más
pronto que sólo vale la violencia. Para él no hay transacciones, no hay
posibilidad de arreglos. La colonización o la descolo- nización, son
simplemente una relación de fuerzas. El explotado percibe que su liberación
exige todos los medios y en primer lugar la fuerza. Cuando en 1956, después de
la capitulación de Guy Mollet frente a los colonos de Argelia, el Frente de
Liberación Nacional, en un célebre folleto, advertía que el colonialismo no
cede sino con el cuchillo al cuello, ningún argelino consideró realmente que
esos términos eran demasiado violentos. El folleto no hacía sino expresar lo
que todos los argelinos resentían en lo más profundo de sí mismos: el
colonialismo no es una máquina de pensar, no es un cuerpo dotado de razón. Es
la violencia en estado de naturaleza y no puede inclinarse sino ante una
violencia mayor.
En el
momento de la explicación decisiva, la burguesía colonialista que había
permanecido hasta entonces en su lecho de plumas, entra en acción. Introduce
esta nueva noción que es, hablando propiamente, una creación de la situación
colonial: la no violencia. En su forma bruta, esa no violencia significa para
las élites intelectuales y económicas colonizadas que la burguesía colonialista
tiene los mismos intereses que ellas y que resulta entonces in- dispensable,
urgente, llegar a un acuerdo en pro de la salvación común. La no violencia es
un intento de arreglar el problema colonial en torno al tapete verde de una
mesa de juego, antes de cualquier gesto irreversible, cualquier efusión de
sangre, cualquier acto lamentable. Pero si las masas, sin esperar a que se
dispongan las sillas, no oyen sino su propia voz y comienzan los incendios y
los atentados, se advierte entonces cómo las "élites" y los
dirigentes de los partidos burgueses nacionalistas se precipitan hacia los
colonialistas para decirles: "¡Esto es muy grave! Nadie sabe como va a
acabar todo esto, hay que encontrar una solución hay que encontrar una transacción."
Ésta idea
de la transacción es muy importante en el fenómeno de la descolonización, ya
que está lejos de ser simple. La transacción, en efecto, concierne tanto al
sistema colonial como a la joven burguesía nacional. Los sustentadores del
sistema colonial descubren que las masas corren el riesgo de destruirlo todo.
El sabotaje de puentes, la destrucción de las fincas, las represiones, la
guerra afectan duramente a la economía. Transacción igualmente para la
burguesía nacional que, sin determinar muy bien las posibles consecuencias del
tifón, teme en realidad ser barrida por esa formidable borrasca y no deja de
decir a los colonos: "Todavía somos capaces de detener la carnicería, las
masas tienen aún confianza en nosotros, apúrense si no quieren comprometer
todo." Un paso más y el dirigente del partido nacionalista guarda su
distancia en relación con esa violencia. Afirma en alta voz que no tiene nada
que ver con esos Mau-Mau, con esos terroristas, con esos degolladores. En el
mejor de los casos, se atrinchera en un no man's land entre los terroristas y
los colonos y se presenta gustosamente como "interlocutor": lo que
significa que, como los colonos no pueden discutir con los Mau-Mau, él está
dispuesto a facilitarles las negociaciones. Es así como la retaguardia de la
lucha nacional, esa parte del pueblo que nunca ha dejado de estar del otro lado
de la lucha, se encuentra situada por una especie de gimnasia a la vanguardia
de las negociaciones y de la transacción — porque precisamente siempre se ha cuidado
de no romper el contacto con el colonialismo.
Antes de
la negociación, la mayoría de los partidos nacionalistas se contentan en el
mejor de los casos, con explicar, excusar ese "salvajismo". No
reivindican la lucha popular y no es raro que se dejen ir, en círculos
cerrados, hasta condenar esos actos espectaculares declarados odiosos por la
prensa y la oposición de la metrópoli. La preocupación por ver las cosas
objetivamente constituye la excusa legítima de esta política de inmovilidad.
Pero esa actitud clásica de intelectual colonizado y de los dirigentes de los
partidos nacionalistas, no es verdaderamente objetiva. En realidad no están
seguros de que esa violencia impaciente de las masas sea el medio más eficaz
para defender sus propios intereses. Además están convencidos de la ineficacia
de los métodos violentos. Para ellos no hay duda: todo intento de quebrar la
opresión colonial mediante la fuerza es una medida desesperada, una conducta
suicida. Es que, en sus cerebros, los tanques de los colonos y los aviones de
caza ocupan un lugar enorme. Cuando se les dice: hay que actuar, ven las bombas
sobre sus cabezas, los tanques blindados avanzando por las carreteras, la
metralla, la policía y se quedan sentados. Desde un principio se sienten
perdedores. Su incapacidad para triunfar por la violencia no necesita
demostrarse, la asumen en su vida cotidiana y en sus maniobras. Se han quedado
en la posición pueril que Engels adoptaba en su célebre polémica con esa
montaña de puerilidad que era Dühring: "Lo mismo que Robinson pudo
procurarse una espada, podemos admitir igualmente que Viernes aparezca un buen
día con un revolver cargado en la mano y entonces toda la relación de
'violencia' se invierte: Viernes manda y Robinson se obliga a trabajar En
consecuencia, el revolver vence a la espada y hasta el más pueril amante de
axiomas concebirá sin duda que la violencia no es un simple acto de voluntad,
sino que exige para ponerse en práctica condiciones previas muy reales,
especialmente instrumentos, el más perfecto de los cuales prevalece sobre le
menos imperfecto; que, además, esos instrumentos pueden ser producidos, lo que
significa que el productor de instrumentos de violencia más perfectos, hablando
en términos gruesos de las armas, prevalece sobre el productor de los menos
perfectos y que, en una palabra, la victoria de la violencia descansa en la
producción de armas y ésta, a su vez, en la producción en general, por tanto en
el "poder económico", en el Estado económico, en los medios
materiales que están a disposición de la violencia."3 En realidad, los
dirigentes reformistas no dicen otra cosa: "¿Con qué quieren ustedes
luchar contra los colonos?
¿Con sus
cuchillos? ¿Con sus escopetas de caza?
Es verdad
que los instrumentos son tan importantes en el campo de la violencia puesto que
todo descansa en definitiva en el reparto de esos instrumentos. Pero resulta
que, en ese terreno, la liberación de los territorios coloniales aporta una
nueva luz. Hemos visto, por ejemplo, que en la campaña de España, esa auténtica
guerra colonial, Napoleón, a pesar de los efectivos, que alcanzaron durante las
ofensivas de primavera de 1810 la cifra enorme de 400 000 hombres, se vio
obligado a retroceder. No obstante, el ejército francés hacía temblar a toda
Europa por sus instrumentos bélicos, por el valor de sus soldados, por el genio
militar de sus capitanes. Frente a los medios enormes de las tropas
napoleónicas, los españoles, animados por una fe nacional inquebrantable,
descubrieron la famosa guerrilla que, veinticinco años antes, las milicias
norteamericanas habían experimentado contra las tropas inglesas. Pero la
guerrilla del colonolizado no sería nada como instrumento de violencia opuesto
a otros instrumentos de violencia, si no fuera un elemento nuevo en el proceso
global de la competencia entre trust y monopolios.
Al
principio de la colonización, una columna podía ocupar territorios inmensos: el
Congo, Nigeria, la Costa de Marfil, etc... Pero actualmente la lucha nacional
del colonizado se inserta en una situación absolutamente nueva El capitalismo,
en su periodo de ascenso, veía en las colonias una fuente de materias primas
que, elaboradas, podían ser vendidas en el mercado europeo. Tras una fase de
acumulación del capital, ahora modifica su concepción de la rentabilidad de un
negocio . Las colonias se han convertido en un mercado. La población colonial
es una clientela que compra. Si la guarnición debe ser eternamente reforzada,
si el comercio disminuye, es decir, si los productos manufacturados e
industriales no pueden ser exportados ya, eso prueba que la solución militar
debe ser descartada. Un dominio ciego de tipo esclavista no es económicamente
rentable para la metrópoli. La fracción monopolista de la burguesía
metropolitana no sostiene a un gobierno cuya política es únicamente la de la
espada. Lo que esperan de su gobierno los industriales y los financieros de la
metrópoli no es que diezme a la población, sino que proteja con ayuda de
convenios económicos, sus "intereses legítimos''.
Existe,
pues, una complicidad objetiva del capitalismo con las fuerzas violentas que
brotan en el territorio colonial. Además, el colonizado no está solo frente al
opresor . Existe, por supuesto, la ayuda política y diplomática de los países y
pueblos progresistas. Pero, sobre todo, está la competencia, la guerra
despiadada a que se entregan los grupos financieros. Una Conferencia de Berlín
pudo repartir el África despedazada entre tres o cuatro banderas. Actualmente,
lo que importa no es que tal región africana sea territorio de soberanía francesa
o belga: lo que importa es que las zonas económicas estén protegidas. El
bombardeo de artillería, la política de la tierra quemada han cedido el paso a
la sujeción económica. Hoy no se dirige ya una guerra de represión contra
cualquier sultán rebelde. La actitud es más elegante, menos sanguinaria, y se
decide la liquidación pacífica del régimen castrista. Se trata a estrangular a
Guinea, se suprime a Mossadegh. El dirigente nacional que tiene miedo a la
violencia se equivoca, pues, si imagina que el colonialismo "va a matarnos
a todos". Los militares, por supuesto, siguen jugando con las muñecas que
datan de la conquista, pero los medios financieros se apresuran a volverlos a
la realidad.
Por eso se
pide a los partidos políticos nacionales razonables que expongan lo más
claramente posible sus reivindicaciones y que busquen con la parte
colonialista, con calma y sin apasionamiento, una solución que respete los
intereses de las dos partes. Si ese reformismo nacionalista, que se presenta
con frecuencia como una caricatura del sindicalismo, se decide a actuar lo hará
por vías altamente pacíficas: paros en las pocas industrias establecidas en las
ciudades, manifestaciones de masas para aclamar al dirigente, boicot de los
autobuses o de los productos importados. Todas estas acciones sirven a la vez
para presionar al colonialismo y permitir que el pueblo se desgaste. Esta
práctica de hibernoterapia, esa "cura de sueño" del pueblo puede en
ocasiones tener éxito. En la discusión en torno al tapete verde surge la promoción
política que permite a M. M'ba, presidente de la República de Gabón afirmar
solemnemente a su llegada en visita oficial a París: "Gabón es
independiente, pero nada ha cambiado entre Gabón y Francia, todo sigue como
antes." En realidad, el único cambio es que M. M'ba es presidente de la
República gabonesa y que es recibido por el presidente de la Repú- blica
francesa.
La
burguesía colonialista es auxiliada en su labor de tranquilizar a los
colonizados, por la inevitable religión. Todos los santos que han ofrecido la
otra mejilla, que han perdonado las ofensas, que han recibido sin estremecerse
los escupitajos y los insultos, son citados y puestos como ejemplo. Las élites
de los países colonizados, esos esclavos manumisos, cuando se encuentran a la cabeza
del movimiento, acaban inevitablemente por producir un ersatz del combate.
Utilizan la esclavitud de sus hermanos para provocar la vergüenza de los
esclavistas o para dar un contenido ideológico de humanismo ridículo a los
grupos financieros competidores de sus opresores. Nunca en realidad, apelan
realmente a los esclavos, jamás los movilizan concretamente. Por el contrario,
a la hora de la verdad, es decir, para ellos de la mentira, enarbolan la
amenaza de una movilización de masas como el arma decisiva que provocaría como
por encanto el "fin del régimen colonial". Hay evidentemente en el
seno de esos partidos políticos, entre sus cuadros, revolucionarios que dan
deliberadamente la espalda a la farsa de la independencia nacional. Pero en seguida
sus intervenciones, sus iniciativas, sus movimientos de cólera molestan a la
maquinaria del partido. Progresivamente, esos elementos son aislados y luego,
definitivamente separados. Al mismo tiempo, como si hubiera concomitancia
dialéctica, la policía colonialista se les hecha encima. Sin seguridad en las
ciudades, evitados por los militantes, rechazados por las autoridades del
partido, esos indeseables de mirada incendiaria van a parar al campo. Es
entonces cuando perciben concierto vértigo que las masas campesinas comprenden
de inmediato sus palabras y directamente les plantean la pregunta para la cual
no tienen preparada la respuesta: " ¿Para cuando?"
Este
encuentro de revolucionarios procedentes de las ciudades con los campesinos
ocupará más adelante nuestra atención. Conviene ahora volver a los partidos
políticos, para mostrar el carácter progresista, a pesar de todo, de su acción.
En sus discursos, los dirigentes políticos "nombran" a la nación. Las
reivindicaciones del colonizado reciben así una forma. No hay contenido, no hay
programa político ni social. Hay una forma vaga, pero no obstante nacional, un
marco, lo llamaremos la exigencia mínima. Los partidos políticos toman la
palabra, que escriben en los periódicos nacionalistas, hacen soñar al pueblo.
Evitan la subversión, pero de hecho introducen terribles fermentos de
subversión en la conciencia de oyentes o lectores. Con frecuencia se utiliza la
lengua nacional o tribal. Esto es también fomentar el sueño, permitir que la
imaginación se libere del orden colonial. A veces esos políticos dicen:
"Nosotros los negros, nosotros lo árabes" y esa apelación cargada de
ambivalencias durante el periodo colonial recibe una especie de consagración.
Los partidos nacionalistas juegan con fuego. Porque, como decía recientemente
un dirigente africano a grupo de jóvenes intelectuales: "Reflexionen antes
de hablar a las masas, pues se inflaman pronto." Hay, pues, una astucia de
la historia, que actúa terriblemente en las colonias.
Cuando un
dirigente político invita al pueblo a un mitin puede decirse que hay sangre en
el ambiente. Sin embargo, el dirigente, con mucha frecuencia, se preocupa sobre
todo por "mostrar" sus fuerzas para no tener que utilizarlas. Pero la
agitación así mantenida — ir, venir, oír discursos, ver al pueblo reunido, a
los policías alrededor, las demostraciones militares, los arrestos, las
deportaciones de los dirigentes— todo ese revuelo le da al pueblo la impresión
de que ha llegado el momento de hacer algo. En esos periodos de inestabilidad,
los partidos políticos dirigen a la izquierda múltiples llamados a la calma,
mientras que, a la derecha, escrutan el horizonte, tratando de descifrar las
intenciones liberales del colonialismo.
El pueblo
utiliza igualmente para mantenerse en forma, para conservar su capacidad
revolucionaria, ciertos episodios de la vida de la colectividad. El bandido,
por ejemplo, que se sostiene en el campo durante varios días frente a gendarmes
lanzados en su persecución, quien, en combate singular, sucumbe después de
haber matado a cuatro o cinco policías, quien se suicida para no delatar a sus
cómplices son para el pueblo faros, modelos de acción, "héroes". Y de
nada sirve decir, evidentemente, que ese héroe es un ladrón, un crapuloso o un
depravado. Si el acto por el que ese hombre es perseguido por las autoridades
colonialistas es un acto dirigido exclusivamente contra una persona o un bien
colonial, la demarcación es clara, flagrante. El proceso de identificación es
automático.
Hay que
señalar igualmente el papel que desempeña, en ese fenómeno de maduración, la
historia de la resistencia nacional a la conquista. Las grandes figuras del
pueblo colonizado son siempre las que han dirigido la resistencia nacional a la
invasión. Behanzin, Soundiata, Samory, Abd-el-Kader reviven con singular
intensidad en el periodo que precede a la acción. Es la prueba de que el pueblo
se dispone a reanudar la marcha, a interrumpir el tiempo muerto introducido por
el colonialismo, a hacer la Historia.
El
surgimiento de la nación nueva, la demolición de las estructuras coloniales son
el resultado de una lucha violenta del pueblo independiente, o de la acción,
que presiona al régimen colonial, de la violencia periférica asumida por otros
pueblos colonizados.
El pueblo
colonizado no está solo. A pesar de los esfuerzos del colonialismo, sus
fronteras son permeables a las noticias, a los ecos. Descubre que la violencia
es atmosférica, que estalla aquí y allá y aquí y allá barre con el régimen
colonial. Esta violencia que triunfa tiene un pa- pel no sólo informativo sino
operatorio para el colonizado. La gran victoria del pueblo vietnamita en
Dien-Bien-Phu no es ya, estrictamente hablando, una victoria vietnamita. Desde
julio de 1954, el problema que se han planteado los pueblos colonialistas ha
sido el siguiente: "¿Qué hay que hacer para lograr un Dien-Bien-Phu? ¿Cómo
empezar?" Ningún colonizado podía dudar ya de la posibilidad de ese
Dien-Bien-Phu. Lo que constituía el problema era la distribución de las
fuerzas, su organización, el momento de su entrada en acción. Esta violencia
del ambiente no modifica sólo a los colonizados, sino igualmente a los
colonialistas que toman conciencia de múltiples Dien-Bien-Phu. Por eso un
verdadero pánico ordenado va a apoderarse de los gobiernos colonialistas. Su
propósito es tomar la delantera, inclinar hacia la derecha los movimientos de
liberación, desarmar al pueblo: descolonicemos rápidamente. Descolonicemos el
Congo antes de que se transforme en Argelia. Votemos la ley fundamental para
África, formemos la Comunidad, renovemos esta Comunidad, pero, os conjuro,
descolonicemos, descolonicemos... Se descoloniza a tal ritmo que se impone la
independencia a Houphouet-Boigny. A la estrategia del Dien-Bien-Phu, definida
por el colonizado, el colonialista responde con la estrategia del
encuadramiento... respetando la soberanía de los Estados.
Pero
volvamos a esa violencia atmosférica, a esa violencia a flor de piel. Hemos
visto en el desarrollo de su maduración cómo es impulsada hacia la salida. A
pesar de las metamorfosis que el régimen colonial le impone en las luchas
tribales o regionalistas, la violencia se abre paso, el colonizado identifica a
su enemigo, da un nombre a todas sus desgracias y lanza por esa nueva vía toda
la fuerza exacerbada de su odio y de su cólera. ¿Pero cómo pasamos de la
atmósfera de violencia a la violencia en acción? ¿Qué es lo que provoca la
explosión de la caldera? En primer lugar, está el hecho de que ese proceso no
deja incólume la tranquilidad del colono. El colono que "conoce" a
los indígenas se da cuenta por múltiples indicios, de que algo está cambiando.
Los buenos indígenas van escaseando, se hace el silencio al acercarse el
opresor. En ocasiones, las miradas se endurecen, las actitudes y las
expresiones son abiertamente agresivas. Los partidos nacionalistas se agitan,
multiplican los mítines y, al mismo tiempo, se aumentan las fuerzas policíacas,
llegan refuerzos del ejército. Los colonos, los agricultores sobre todo,
aislados en sus fincas, son los primeros en alarmarse. Reclaman medidas
enérgicas.
Las
autoridades toman, en efecto medidas espectaculares, arrestan a uno o dos
dirigentes, organizan desfiles militares, maniobras, incursiones aéreas. Las
demostraciones, lo ejércitos bélicos, el olor a pólvora que carga ahora la
atmósfera no hace retroceder al pueblo. Esas bayonetas y esos cañonazos
fortalecen su agresividad. Una atmósfera dramática se instala, cada cual quiere
probar que está dispuesto a todo. Es en estas circunstancias cuando la cosa
estalla sola, porque los nervios se han debilitado, se ha instalado el miedo y
a la menor cosa se tiene sensibilidad para poner el dedo en el garillo.
Un
accidente trivial y empieza el ametrallamiento: Sétif en Argelia, las Canteras
Centrales en Marruecos, Moramanga en Madagascar.
Las
represiones, lejos de quebrantar el impuso, favorecen el avance de la
conciencia nacional. En las colonias, las hecatombes, a partir de ciertos
estadios de desarrollo embrionario de la conciencia, fortalecen esa conciencia,
porque indican que entre opresores y oprimidos todo se resuelve por la fuerza.
Hay que señalar aquí que los partidos políticos no han lanzado la consigna de
la insurrección armada, no han preparado esa insurrección. Todas esas
represiones, todos esos actos suscitados por el miedo, no son deseados por los
dirigentes. Los acontecimientos los pillan por sorpresa. Es entonces cuando los
colonialistas pueden decidir el arresto de los dirigentes nacionalistas. Pero
actualmente los gobiernos de los países colonialistas saben perfectamente que
es muy peligroso privar a las masas de sus dirigentes. Porque entonces el
pueblo, ya sin bridas, se lanza a la sublevación, a los motines y a los
"instintos sanguinarios" e imponen al colonialismo la liberación de
los dirigentes a los que tocará la difícil tarea de restablecer la calma. El
pueblo colonizado, que había encauzado espontáneamente su violencia en la tarea
colosal de la destrucción del sistema colonial, va a encontrarse pronto con la
consigna inerte, infecunda: "Hay que liberar a X o a Y."4 Entonces el
colonialismo liberará a esos hombres y discutirá con ellos. Ha empezado la
etapa de los bailes populares.
En otro
caso, el aparato de los partidos políticos puede permanecer intacto. Pero
después de la represión colonialista y de la reacción espontánea del pueblo,
los partidos son desbordados por sus militantes. La violencia de las masas se
opone vigorosamente a las fuerzas militares del ocupante, la situación empeora
y se pudre. Los dirigentes en libertad se encuentran entonces en una situación
difícil. Convertidos de pronto en inútiles, con su burocracia y su programa
razonable se les ve, lejos de los acontecimientos, intentar la suprema
impostura de "hablar en nombre de la nación amordazada". Por regla
general, el colonialismo se lanza ávidamente sobre esa oportunidad, transforma
a esos inútiles en interlocutores y, en cuatro segundos, les otorga la
independencia, encargándolos de restablecer el orden.
Se
advierte, pues, que todo el mundo tiene conciencia de esa violencia y que no se
trata siempre de responder con una mayor violencia sino más bien de ver cómo
resolver la crisis.
¿Qué es
pues, en realidad, esa violencia? Ya lo hemos visto: es la intuición que tienen
las masas colonizadas de que su liberación debe hacerse, y no puede hacerse más
que por la fuerza. ¿Por qué aberración del espíritu esos hombres sin técnica,
hambrientos y debilitados, no conocedores de los métodos de organización llegan
a convencerse, frente al poderío económico y militar del ocupante, de que sólo
la violencia podrá liberarlos? ¿Cómo pueden esperar el triunfo?
Porque la
violencia, y ahí está el escándalo, puede constituir, como método, la consigna
de un partido político. Los cuadros pueden llamar al pueblo a la lucha armada.
Hay que reflexionar sobre esta problemática de la violencia. Que el militarismo
alemán decida resolver sus problemas de fronteras por la fuerza no nos
sorprende, pero que el pueblo angolés, por ejemplo, decida tomar las armas, que
el pueblo argelino rechace todo método que no sea violento, prueba que algo ha
pasado o está pasando. Los hombres colonizados, esos esclavos de los tiempos
modernos, están impacientes. Saben que sólo esa locura puede sustraerlos de la
opresión colonial. Un nuevo tipo de relaciones se ha establecido en el mundo.
Los pueblos subdesarrollados hacen saltar sus cadenas y lo extraordinario es
que lo logran. Puede afirmarse que en la época del sputnik es ridículo morirse
de hambre, pero para las masas colonizadas la explicación es menos lunar. La
verdad es que ningún país colonialista es capaz actualmente de adoptar la única
forma de lucha que tendría posibilidades de éxito: el establecimiento
prolongado de importantes fuerzas de ocupación.
En el
plano interior, los países colonialistas se enfrentan a contradicciones, a
reivindicaciones obreras que exigen el empleo de sus fuerzas policíacas.
Además, en la coyuntura internacional actual, esos países necesitan de sus
tropas para proteger su régimen. Por último, es bien conocido el mito de los
movimientos de liberación dirigidos desde Moscú. En la argumentación del
régimen para causar pánico, eso significa: "si esto continúa, existe el
peligro de que los comunistas se aprovechen de los trastornos para infiltrarse
en esas regiones".
En la
impaciencia del colonizado, el hecho de que esgrima la amenaza de la violencia
prueba que tiene conciencia del carácter excepcional de la situación
contemporánea y que esta dispuesto a aprovecharla. Pero, también en el plano de
la experiencia inmediata, el colonizado, que tiene oportunidad de ver la
penetración del mundo moderno hasta los rincones más apartados de la selva,
cobra conciencia muy aguda de lo que no posee. Las masas, por una especie de
razonamiento... infantil, se convencen de que todas esas cosas les han sido
robadas. Por eso en ciertos países subdesarrollados, las masas van muy de prisa
y comprenden, dos o tres años después de la independencia, que han sido
frustradas, que "no valía la pena" pelear si la situación no iba a
cambiar realmente. En 1789, después de la Revolución burguesa, los pequeños
agricultores franceses se beneficiaron sustancialmente de esa transformación.
Pero resulta trivial comprobar y decir que en la mayoría de los casos, para el
95 por ciento de la población de los países subdesarrollados, la independencia
no aporta un cambio inmediato.
El observador
alerta se da cuenta de la existencia de una especie de descontento larvado,
como esas brasas que, después de la extinción de un incendio, amenazan siempre
con reanimarlo.
Se dice
entonces que los colonizados quieren ir demasiado de prisa. Pero no hay que
olvidar nunca que no hace mucho tiempo se afirmaba su lentitud, su pereza, su
fatalismo. Ya se percibe que la violencia encauzada en vías muy precisas en el
momento de la lucha de liberación, no se apaga mágicamente después de la
ceremonia de izar la bandera nacional. Tanto menos cuanto que la construcción
nacional sigue inscrita dentro del marco de la com- petencia decisiva entre
capitalismo y socialismo.
Esta
competencia da una dimensión casi universal a las reivindicaciones más
localizadas. Cada mitin, cada acto de represión repercute en la arena
internacional. Los asesinatos de Sharpeville sacudieron la opinión mundial
durante meses. En los periódicos, en los radios, en las conversaciones
privadas, Sharpeville se convirtió en un símbolo. A través de Sharpeville,
hombres y mujeres han abordado el problema del apartheid en África del Sur. Y
no puede afirmarse que sólo la demagogia explica el súbito interés de los
Grandes por los pequeños problemas de las regiones subdesarrolladas. Cada
rebelión, cada sedición en el Tercer Mundo se inserta en el marco de la Guerra
Fría. Dos hombres son apaleados en Salisbury y todo un bloque se conmueve,
habla de esos dos hombres y, con motivo de ese apaleamiento plantea el problema
particular de Rodesia —ligándolo al conjunto de África y a la totalidad de los
hombres colonizados. Pero el otro bloque mide igualmente, por la amplitud de la
campaña realizada, las debilidades locales de su sistema. Los pueblos
colonizados se dan cuenta de que ningún clan se desinteresa de los incidentes
locales. Dejan de limitarse à sus horizontes regionales, inmersos como están en
esa atmósfera de agitación universal. Cuando, cada tres meses, nos enteramos de
que la 6ª o la 7ª flota se dirige hacia tal o cual costa, cuando Jruschof amenaza
con salvar a Castro mediante los cohetes, cuando Kennedy, a propósito de Laos,
decide recurrir a las soluciones extremas, el colonizado o el recién
independizado tiene la impresión de que, de buen o mal grado, se ve arrastrado
a una especie de marcha desenfrenada. En realidad, ya está marchando. Tomemos,
por ejemplo, el caso de los gobiernos de países recientemente liberados. Los
hombres en el poder pasan dos terceras partes de su tiempo vigi- lando los
alrededores, previendo el peligro que los amenaza, y la otra tercera parte
trabajando para su país. Al mismo tiempo, buscan apoyos. Obedeciendo a la misma
dialéctica, las oposiciones nacionales se apartan con desprecio de las vías
parlamentarias. Buscan aliados que acepten apoyarlos en su empresa brutal de sedición.
La atmósfera de violencia, después de haber impregnado la fase colonial, sigue
dominando la vida nacional. Porque, como hemos dicho, el Tercer Mundo no está
excluido. Está, por el contrario, en el centro de la tormenta. Por eso, en sus
discursos, los hombres de Estado de los países subdesarrollados mantienen
indefinidamente el tono de agresividad y de exasperación que habría debido
desaparecer normalmente. De la misma manera se comprende la descortesía tan
frecuentemente señalada de los nuevos dirigentes. Pero lo que menos se advierte
es la extremada cortesía de esos mismos dirigentes en sus contactos con sus
hermanos o camaradas. La descortesía es una forma de conducta con los otros,
con los ex colonialistas que vienen a ver y a preguntar. El ex colonizado tiene
con demasiada frecuencia la impresión de que la conclusión de esas encuestas ya
ha sido redactada. El viaje del periodista no es sino una justificación. Las
fotografías que ilustran el artículo son la prueba de que se sabe de lo que se
está hablando, que se ha ido al lugar. La encuesta se propone comprobar la
evidencia: todo marcha mal por allá desde que nosotros no estamos. Los
periodistas se quejan frecuentemente de que son mal recibidos, de que no pueden
trabajar en buenas condiciones, de que tropiezan con un muro de indiferencia o
de hostilidad. Todo eso es normal. Los dirigentes nacionalistas saben que la
opinión internacional se forja únicamente a través de la prensa occidental.
Pero cuando un periodista occidental nos interroga casi nunca es para hacernos
un servicio. En la guerra de Argelia, por ejemplo, los reporteros franceses más
liberales no han dejado de utilizar epítetos ambiguos para caracterizar nuestra
lucha. Cuando se les reprocha, responden de buena fe que son objetivos. Para el
colonizado, la objetividad siempre va dirigida contra él. También se comprende
ese nuevo tono que invadió a la diplomacia internacional en la Asamblea General
de las Naciones Unidas, en septiembre de 1960. Los representantes de los países
coloniales eran agresivos, violentos, excesivos, pero los pueblos coloniales no
sintieron que estuvieran exagerando. El radicalismo de los voceros africanos
provocó la maduración del absceso y permitió advertir mejor el carácter
inadmisible de los vetos, del diálogo de los Grandes y, sobre todo, del papel
ínfimo reservado al Tercer Mundo.
La
diplomacia, tal como ha sido iniciada por los pueblos recién independizados, no
está ya en los matices, los sobrentendidos, los pases magnéticos. Y es porque
esos voceros han sido designados por sus pueblos para defender a la vez la
unidad de la nación, el progreso de las masas hacia el bienestar y el derecho
de los pueblos a la libertad y al pan.
Es, pues,
una diplomacia en movimiento, furiosa, que contrasta extrañamente con el mundo
inmóvil, petrificado, de la colonización. Y cuando Jruschof blande su zapato en
la ONU y golpea la mesa con él, ningún colonizado, ningún representante de los
países subdesarrollados ríe. Porque lo que Jruschof demuestra a los países
colonizados que lo contemplan es que él, el mujik, que además posee cohetes,
trata a esos miserables capitalistas como se lo merecen. Lo mismo que Castro al
acudir a la ONU con uniforme militar, no escandaliza a los países
subdesarrollados. Lo que demuestra Castro es que tiene conciencia de la
existencia del régimen persistente de la violencia. Lo sorprendente es que no
haya entrado en la ONU con su ametralladora. ¿Se habrían opuesto quizá? Las
sublevaciones, los actos desesperados, los grupos armados con cuchillos o
hachas encuentran su nacionalidad en la lucha implacable que enfrenta
mutuamente al capitalismo y al socialismo.
En 1945,
los 45 000 muertos de Setif podían pasar inadvertidos; en 1947, los 90 000
muertos de Madagascar podían ser objeto de una simple noticia en los
periódicos; en 1952, las 200 000 víctimas de la represión en Kenya podían no
suscitar más que una indiferencia relativa. Las contradicciones internacionales
no estaban suficientemente definidas. Ya la guerra de Corea y la guerra de
Indochina abrieron una nueva etapa. Pero sobre todo Budapest y Suez constituyen
los momentos decisivos de esa confrontación.
Fortalecidos
por el apoyo incondicional de los países socialistas, los colonizados se lanzan
con las armas que poseen contra la ciudadela inexpugnable del colonialismo. Si
esa ciudadela es invulnerable a los cuchillos y a los puños desnudos, no lo es
cuando se decide tener en cuenta el contexto de la guerra fría.
En esta
nueva coyuntura, los norteamericanos toman muy en serio su papel de patronos
del capitalismo internacional. En una primera etapa, aconsejan amistosamente a
los países europeos que deben descolonizar. En una segunda etapa, no vacilan en
proclamar primero el respeto y luego el apoyo del principio: África para los
africanos. Los Estados Unidos no temen afirmar oficialmente en la actualidad
que son los defensores del derecho de los pueblos a la autodeterminación. El
último viaje de Mennen Williams no hace ilustrar la conciencia que tienen los
norteamericanos de que el Tercer Mundo no debe ser sacrificado. Se comprende
entonces por qué la violencia del colonizado no es desesperada, sino cuando se
la compara en abstracto con la maquinaria militar de los opresores. Por el
contrario, si se la sitúa dentro de la dinámica internacional, se percibe que constituye
una terrible amenaza para el opresor. La persistencia de las sublevaciones y de
la agitación Mau-Mau desequilibra la vida económica de la colonia, pero no pone
en peligro a la metrópoli. Lo que resulta más importante a los ojos del
imperialismo es la posibilidad de que la propaganda socialista se infiltre
entre las masas, las contamine. Ya resulta un grave peligro durante la etapa
fría del conflicto; ¿pero qué sucedería en caso de guerra caliente, con esa
colonia podrida por las guerrillas asesinas?
El
capitalismo comprende entonces que su estrategia militar lleva todas las de
perder en el desarrollo de las guerras nacionales. En el marco de la
coexistencia pacífica, todas las colonias están llamadas a desaparecer y, en
última instancia, la neutralidad ha sido respetada por el capitalismo. Lo que
hay que evitar antes que nada es la inseguridad estratégica, el acceso a las
masas de una doctrina enemiga, el odio radical de decenas de millones de
hombres. Los pueblos colonizados son perfectamente conscientes de esos
imperativos que dominan la vida política internacional. Y por eso, aun aquellos
que se expresan contra la violencia deciden y actúan siempre en función de esa
violencia universal. Actualmente, la coexistencia pacífica entre los dos
bloques mantiene y provoca la violencia en los países coloniales. Mañana quizá
veamos desplazarse ese campo de la violencia después de la liberación integral
de los territorios coloniales. Quizá se plantee la cuestión de las minorías. Ya
algunas de ellas no vacilan en favorecer los métodos violentos para resolver
sus problemas y no es por azar si, como se nos afirma, los extremistas negros
en los Estados Unidos forman milicias y en consecuencia se arman. Tampoco se
debe al azar que, en el mundo llamado libre, existan comités de defensa de las
minorías judías de la URSS o que el general De Gaulle, en uno de sus discursos,
haya derramado algunas lágrimas por los millones de musulmanes oprimidos por la
dictadura comunista. El capitalismo y el imperialismo están convencidos de que
la lucha contra el racismo y los movimientos de liberación nacional son pura y
simplemente trastornos teledirigidos, fomentados "desde el exterior".
Entonces deciden utilizar la siguiente táctica eficaz: Radio-Europa Libre,
comité de apoyo a las minorías dominadas...
Hacen
anticolonialismo, como los coroneles franceses en Argelia hacían la guerra
subversiva con los S.A.S. o los servicios psicológicos. "Utilizaban al
pueblo contra el pueblo." Ya sabemos el resultado de esto.
Esta
atmósfera de violencia, de amenaza, esos cohetes apostados no asustan ni
desorientan a los colonizados. Hemos visto cómo toda la historia reciente los
predispone a "comprender" esa situación. Entre la violencia colonial
y la violencia pacífica en la que está inmerso el mundo contemporáneo hay una
especie de correspondencia cómplice, una homogeneidad. Los colonizados están
adaptados a esta atmósfera. Son, por una vez, de su tiempo. A veces sorprende
que los colonizados, en vez de comprarle un vestido a su mujer, compren un radio
de transistores. No debería sorprender. Los colonizados están convencidos de
que ahora se juega su destino. Viven en una atmósfera de fin del mundo y
estiman que nada debe escapárseles. Por eso comprenden muy bien a Fuma y a
Fumi, a Lumumba y a Chombé, a Ahidjo y Mumié, a Kenyatta y a los que
periódicamente lanzan para sustituirlo. Comprenden muy bien a todos esos
hombres porque desenmascaran a las fuerzas que están tras ellos. El colonizado,
el subdesarrollado son actualmente animales políticos en el sentido más
universal del término.
La
independencia ha aportado ciertamente a los hombres colonizados la reparación
moral y ha consagrado su dignidad. Pero todavía no han tenido tiempo de
elaborar una sociedad, de construir y afirmar valores. El hogar incandescente
en que el ciudadano y el hombre se des- arrollan y se enriquecen en campos cada
vez más amplios no existe todavía. Situados en una especie de indeterminación,
esos hombres se convencen fácilmente de que todo va a decidirse en otra parte y
para todo el mundo al mismo tiempo. En cuanto a los dirigentes, frente a esta
coyuntura, vacilan y optan por el neutralismo.
Habría
mucho que decir sobre el neutralismo. Algunos lo asimilan a una especie de
mercantilismo infecto que consistiría en aceptar a diestra y siniestra. Ahora
bien, el neutralismo, esa creación de la guerra fría, si permite a los países
subdesarrollados recibir la ayuda económica de las dos partes, no permite en
realidad a ninguna de esas dos partes ayudar en la medida necesaria a las regiones
subdesarrolladas. Esas sumas literalmente astronómicas que se invierten en las
investigaciones militares, esos ingenieros transformados en técnicos de la
guerra nuclear podrían aumentar, en quince años, el nivel de vida de los países
subdesarrollados en un 60 por ciento. Es evidente entonces que el interés bien
entendido de los países subdesarrollados no reside ni en la prolongación ni en
la acentuación de la guerra fría. Pero sucede que no se les pide su opinión.
Entonces, cuando tienen posibilidad de ha- cerlo, dejan de comprometerse. ¿Pero
pueden hacerlo realmente? He aquí, por ejemplo, que Francia experimenta en
África sus bombas atómicas. Si se exceptúan las mociones, los mítines y las
rupturas diplomáticas no puede decirse que los pueblos africanos hayan pesado,
en ese sector preciso, en la actitud de Francia.
El
neutralismo produce en el ciudadano del Tercer Mundo una actitud de espíritu
que se traduce en la vida corriente por una intrepidez y un orgullo hierático
que se parecen mucho al desafío. Ese rechazo declarado de la transacción, esa
voluntad rígida de no comprometerse re- cuerdan el comportamiento de esos
adolescentes orgullosos y desinteresados, siempre dispuestos a sacrificarse por
una palabra. Todo esto desconcierta a los observadores oc- cidentales. Porque,
propiamente hablando, hay un abismo entre lo que esos hombres pretenden ser y
lo que tienen detrás. Esos países sin tranvías, sin tropas, sin dinero no
justifican la bravata que despliegan. Sin duda se trata de una impostura. El
Tercer Mundo da la impresión, frecuentemente, de que se goza en el drama y
necesita su dosis semanal de crisis. Esos dirigentes de países vacíos, que
hablan fuerte, irritan. Dan ganas de hacerlos callar. Se les corteja. Se les
envían flores. Se les invita. Digámoslo: se los disputan. Eso es neutralismo.
Iletrados en un 98 por ciento, existe, sin embargo, una colosal bibliografía
acerca de ellos.
Viajan
enormemente. Los dirigentes de los países subdesarrollados, los estudiantes de
los países subdesarrollados son la clientela dorada de las compañías de
aviación. Los responsables africanos y asiáticos tienen la posibilidad de
seguir en un mismo mes un curso sobre la planificación socialista, en Moscú, y
sobre los beneficios de la economía liberal, en Londres o en la Columbia
University. Los sindicalistas africanos, por su parte, progresan a un ritmo
acelerado. Apenas se les confían puestos en los organismos de dirección, cuando
deciden constituirse en centrales autónomas. No tienen cincuenta años de
práctica sindical en el marco de un país industrializado, pero ya saben que el
sindicalismo apolítico no tiene sentido. No han tenido que hacer frente a la
maquinaria burguesa, no han desarrollado su conciencia en la lucha de clases,
pero quizá no sea necesario. Quizá. Veremos cómo esa voluntad totalizadora, que
frecuentemente se caricaturiza como globalismo es una de las características
fundamentales de los países subdesarrollados.
Pero
volvamos al combate singular entre el colonizado y el colono. Se trata, como se
ha visto, de la franca lucha armada. Los ejemplos históricos son: Indochina,
Indonesia y, por supuesto, el norte de África. Pero lo que no hay que perder de
vista es que habría podido estallar en cualquier parte, en Guinea o en Somalia
y que todavía hoy puede estallar en dondequiera que el colonialismo pretende
durar aún, en Angola por ejemplo-. La existencia de la lucha armada indica que
el pueblo decide no confiar, sino en los medios violentos. El pueblo, a quien
ha dicho incesantemente que no entendía sino el lenguaje de la fuerza, decide
expresarse mediante la fuerza. En realidad, el colono le ha señalado desde
siempre el camino que habría de ser el suyo, si quería liberarse. El argumento
que escoge el colonizado se lo ha indicado el colono y, por una irónica inversión
de las cosas es el colonizado el que afirma ahora que el colonialista sólo
entiende el lenguaje de la fuerza. El régimen colonial adquiere de la fuerza su
legitimidad y en ningún momento trata de engañar acerca de esa naturaleza de
las cosas. Cada estatua, la de Faidherbe o Lyautey, la de Bugeaud o la del
sargento Blandan, todos estos conquistadores encaramados sobre el suelo
colonial no dejan de significar una y la misma cosa: "Estamos aquí por la
fuerza de las bayonetas..." Es fácil completar la frase. Durante la fase
insurreccional, cada colono razona con una aritmética precisa. Esta lógica no
sorprende a los demás colonos, pero resulta importante decir que tampoco
sorprende a los colonizados. Y, en primer lugar, la afirmación de principio: "Se
trata de ellos o nosotros" no es una paradoja, puesto que el colonialismo,
lo hemos visto, es justamente la organización de un mundo maniqueo, de un mundo
dividido en compartimientos. Y cuando, preconizando medios precisos, el colono
pide a cada representante de la minoría opresora que mate a 30, 100 o 200
indígenas, se dan cuenta de que nadie se indigna y de que, en última instancia,
todo el problema consiste en saber si puede hacerse de un solo golpe o por
etapas.5
Este
razonamiento, que prevé aritméticamente la desaparición del pueblo colonizado,
no llena al colonizado de indignación moral. Siempre ha sabido que sus
encuentros con el colono se desarrollarían en un campo cerrado. Por eso el
colonizado no pierde tiempo en lamentaciones ni trata, casi nunca, de que se le
haga justicia dentro del marco colonial. En realidad, si la argumentación del
colono tropieza con un colonizado inconmovible, es porque este último ha
planteado prácticamente el problema de su liberación en términos idénticos.
"Debemos constituir grupos de doscientos o de quinientos y cada grupo se
ocupara de un colono." Es en esta disposición de ánimo recíproca como cada
uno de los protagonistas comienza la lucha.
Para el
colonizado, esta violencia representa la praxis absoluta. El militante es,
además, el que trabaja. Las preguntas que la organización formula al militante
llevan la marca de esa visión de las cosas: "¿Dónde has trabajado? ¿Con
quién? ¿Qué has hecho?" El grupo exige que cada individuo realice un acto
irreversible. En Argelia, por ejemplo, donde la casi totalidad de los hombres
que han llamado al pueblo a la lucha nacional estaban condenados a muerte o
eran buscados por la policía francesa, la confianza era proporcional al
carácter desesperado de cada caso. Un nuevo militante era "seguro"
cuando ya no podía volver a entrar en el sistema colonial. Ese mecanismo
existió, al parecer, en Kenya entre los Mau-Mau que exigían que cada miembro
del grupo golpeara a la víctima. Cada uno era así personalmente responsable de
la muerte de esa víctima. Trabajar es trabajar por la muerte del colono. La
violencia asumida permite a la vez a los extraviados y a los proscritos del
grupo volver, recuperar su lugar, reintegrarse. La violencia es entendida así
como la mediación real. El hombre colonizado se libera en y por la violencia.
Esta praxis ilumina al agente porque le indica los medios y el fin. La poesía
de Césaire adquiere en la perspectiva precisa de la violencia una significación
profética. Es bueno recordar una página decisiva de su tragedia, donde el
Rebelde (¡cosa extraña!) se explica:
EL REBELDE
(duramente) . Mi apellido: ofendido; mi nombre: humillado; mi estado civil: la
rebeldía; mi edad: la edad de piedra.
LA MADRE .
Mi la raza humana. Mi religión: la fraternidad...
EL
REBELDE. Mi raza: la raza caída. Mi religión... pero no serás tú quien la
prepares con su desarme... soy yo con mi rebeldía y mis pobres puños cenados y
mi cabeza hirsuta. (Muy tranquilo).
Me acuerdo
de un día de noviembre; no tenía seis meses [mi hijo] cuando el amo entró en la
casucha fuliginosa como una luna de abril y palpó sus pequeños miembros
musculosos, era un amo muy bueno, paseaba en una caricia sus dedos gruesos por
la carita llena de hoyuelos. Sus ojos azules reían y su boca le decía cosas
azucaradas: será una buena pieza, dijo mirándome, y decía otras cosas amables,
el amo, que había que empezar temprano, que veinte años no eran demasiados para
hacer un buen cristiano y un buen esclavo, buen súbdito y leal, un buen
capataz, con la mirada viva y el brazo firme. Y aquel hombre especulaba sobre
la cuna de mi hijo, una cuna de capataz.
Nos
arrastramos con el cuchillo en la mano...
LA MADRE
¡Ay! tú morirás
EL REBELDE
Muerto... lo he matado con mis propias manos... Sí: de muerte fecunda y
fértil... era de noche. Nos arrastramos entre las cañas.
Los
cuchillos reían bajo las estrellas, pero no nos importaban las estrellas. Las
cañas nos pintaban la cara de arroyos de hojas verdes.
LA MADRE
Yo había soñado con un hijo que cenara los ojos de su madre.
EL REBELDE
Yo he decidido abrir bajo otro sol los ojos de mi hijo.
LA MADRE
Oh hijo mío... de muerte mala y perniciosa.
EL REBELDE
Madre, de muerte vivaz y suntuosa
LA MADRE
por haber amado demasiado...
EL REBELDE
por haber amado demasiado...
LA MADRE
Evítame todo esto, me asfixian tus ataduras. Sangro por tus heridas.
EL REBELDE
Y a mí el mundo no me da cuartel... No hay en el mundo un pobre tipo linchado,
un pobre hombre torturado, en el que no sea yo asesinado y humillado.
LA MADRE
Dios del cielo, líbralo.
EL REBELDE
Corazón mío, tú no me librarás de mis recuerdos... Era una noche de
noviembre... Y súbitamente los clamores iluminaron el silencio.
Nos
habíamos movido, los esclavos; nosotros, el abono; nosotros, las bestias
amarradas al poste de la paciencia. Corríamos como arrebatados; sonaron los
tiros... Golpeamos.
El sudor y
la sangre nos refrescaban.
Golpeamos
entre los gritos y los gritos se hicieron más estridentes y un gran clamor se
elevó hacia el este, eran los barracones que ardían y la llama lamía suavemente
nuestras mejillas. Entonces asaltamos la casa del amo. Tiraban desde las
ventanas. Forzamos las puertas.
La alcoba
del amo estaba abierta de par en par.
La alcoba
del amo estaba brillantemente iluminada, y el amo estaba allí muy tranquilo...
y los nuestros se detuvieron... era el amo... Yo entré. Eres tú, me dijo, muy
tranquilo... Era yo, sí soy yo, le dije, el buen esclavo, el fiel esclavo, el
esclavo esclavo, y de súbito sus ojos fueron dos alimañas asustadas en días de
lluvia... lo herí, chorreó la sangre: es el único bautismo que recuerdo.6
Se
comprende cómo en esta atmósfera lo cotidiano se vuelve simplemente imposible.
Ya no se puede ser fellah, rufián ni alcohólico como antes. La violencia del
régimen colonial y la contraviolencia del colonizado se equilibran y se
responden mutuamente con una homogeneidad recíproca extraordinaria. Ese reino
de la violencia será tanto más terrible cuanto mayor sea la sobrepoblación
metropolitana. El desarrollo de la violencia en el seno del pueblo colonizado
será proporcional a la violencia ejercida por el régimen colonial impugnado.
Los gobiernos de la metrópoli son, en esta primera fase del periodo
insurreccional, esclavos de los colonos. Esos colonos amenazan a la vez a los
colonizados y a sus gobiernos. Utilizarán contra unos y otros los mismos
métodos. El asesinato del alcalde de Évain, en su mecanismo y motivaciones, se
identifica con el asesinato de Alí Boumendjel. Para los colonos, la alternativa
no está entre una Argelia argelina y una Argelia francesa sino entre una Argelia
independiente y una Argelia colonial. Todo lo demás es literatura o intento de
traición. La lógica del colono es implacable y no nos desconcierta la
contralógica descifrada en la conducta del colonizado sino en la medida en que
no se han descubierto previamente los mecanismos de reflexión del colono. Desde
el momento en que el colonizado escoge la contraviolencia, las represalias
policíacas provocan mecánicamente las represalias de las fuerzas nacionales. No
hay equivalencia de resultados, sin embargo, porque los ametrallamientos por
avión o los cañonazos de la flota superan en horror y en importancia a las
respuestas del colonizado. Ese ir y venir del terror desmixtifica
definitivamente a los más enajenados de los colonizados. Comprueban sobre el terreno,
en efecto, que todos los discursos sobre la igualdad de la persona humana
acumulados unos sobre otros no ocultan esa banalidad que pretende que los siete
franceses muertos o heridos en el paso de Sakamody despierten la indignación de
las conciencias civilizadas en tanto que "no cuentan" la entrada a
saco en los aduares Guergour, de la derecha Djerah, la matanza de poblaciones
en masa que fueron precisamente la causa de la emboscada. Terror,
contra-terror, violencia, contraviolencia. .. He aquí lo que registran con
amargura los observadores cuando describen el círculo del odio, tan manifiesto
y tan tenaz en Argelia.
En las
luchas armadas, hay lo que podría llamarse el point of no return. Es casi
siempre la enorme represión que engloba a todos los sectores del pueblo
colonizado, lo que lleva a él. Ese punto fue alcanzado en Argelia, en 1955, con
las 12 000 víctimas de Philippeville y, en 1956, con la instauración, por
Lacoste, de las milicias urbanas y rurales.7 Entonces se hizo evidente
Hay que
volver sobre este periodo para medir la importancia de esta decisión del poder
francés en Argelia. Así en el Nº 4 del 28/3/1957 de Résistance Algérienne,
puede leerse:
"En
respuesta a la declaración de la Asamblea General de las Naciones Unidas, el
gobierno francés acaba de decidir en Argelia la creación de milicias urbanas.
Ya se ha vertido mucha sangre, había dicho la ONU. Lacoste responde: Creemos
milicias. Cese al fuego, aconsejaba la ONU, Lacoste vocifera: Armemos a los
civiles. Las dos partes son invitadas a entrar en contacto para llegar a un
acuerdo acerca de una solución democrática y pacífica, recomendaba la ONU.
Lacoste decreta que en lo sucesivo todo europeo estará armado y deberá disparar
sobre cualquiera que le parezca sospechoso. La represión salvaje, inicua, que
linda con el genocidio deberá ser combatida antes que nada por las autoridades,
se estimaba entonces. Lacoste responde: Hay que sistematizar la represión,
organizar la cacería de argelinos. Y simbólicamente entrega los poderes civiles
a los militares, los poderes militares a los civiles. El círculo se ha cerrado
en torno al argelino, desarmado, hambriento, acosado, atropellado, golpeado,
linchado, asesinado como sospechoso. Actualmente, en Argelia, no hay un solo
francés que no esté autorizado, incluso invitado a hacer uso de su arma. Ni un
solo francés en Argelia, un mes después de la llamada de la ONU a la calma, que
no tenga permiso, obligación de descubrir, de inventar, de perseguir
sospechosos.
"Un
mes después de votada la moción final de la Asamblea General de las Naciones
Unidas, ni un solo europeo en Argelia ha sido ajeno a la más tremenda empresa
de exterminio de los tiempos modernos. ¿Solución democrática? De acuerdo,
concede Lacoste, comencemos por suprimir a los argelinos. Para ello, armemos a
los civiles y dejémosles hacer. La prensa parisiense en general ha acogido sin
reservas la creación de esos grupos armados. Milicias fascistas, se ha dicho.
Sí. Pero en el nivel del individuo y del derecho de gentes ¿qué es el fascismo
sino el colonialismo en el seno de países tradicionalmente colonialistas?
Asesinatos sistemáticamente legalizados, recomendados, se ha afirmado. Pero ¿no
muestra la carne argelina desde hace ciento treinta años heridas cada vez más
abiertas, cada vez en mayor número, cada vez más radicales? Atención, aconseja
Mr. Kenne-Vignes, parlamentario del M.R.P. ¿no se corre el riesgo, al crear las
milicias, de abrir un abismo entre las dos comunidades de Argelia? Sí. Pero ¿no
es el estatuto colonial la servidumbre organizada de todo un pueblo? La
Revolución argelina es precisamente la impugnación afirmada de esa servidumbre
y de ese abismo. La Revolución argelina se dirige a la nación ocupante y le
dice: '¡Retirad los garfios de la carne argelina, asesinada y herida! ¡Dadle
voz al pueblo argelino!'
"La
creación de esas milicias —se dice—, permitirá aligerar las tareas del
ejército. Liberará unidades cuya misión será proteger las fronteras tunecina y
marroquí. Un ejército de seiscientos mil hombres. La casi totalidad de la
Marina y la Aviación. Una policía enorme, expeditiva, de sorprendentes
expedientes, que ha absorbido a los ex torturadores de los pueblos tunecino y
marroquí. Unidades territoriales de cien mil hombres. Hay que aligerar al
ejército. Hay que crear milicias urbanas. El frenesí histérico y criminal de
Lacoste impone aun a los franceses perspicaces. La verdad es que la creación de
esas milicias lleva en su justificación su propia contradicción. Las tareas del
ejército francés son infinitas. Se le fija como objetivo volver a colocar la
mordaza en la boca de los argelinos y se cierra la puerta al futuro. Sobre
todo, no se analiza, no se comprende, no se mide la profundidad ni la densidad
de la Revolución argelina; jefes de distrito, jefes de manzana, jefes de calle,
jefes de edificio, jefes de piso... Al encuadramiento superficial se añade
ahora el encuadramiento vertical.
"En
48 horas, dos mil candidaturas son registradas. Los europeos de Argelia
respondido de inmediato a la llamada de Lacoste al asesinato. Cada europeo,
desde ahora, deberá censar en su sector a los argelinos supervivientes.
Información, "respuesta rápida al terrorismo, denuncia de sospechosos,
liquidación de 'proscritos', refuerzo de los servicios de la policía. Por
supuesto, hay que aligerar las tareas del ejército. A la 'cacería de ratas' que
tiene lugar en la superficie se añade ahora la cacería en la altura. Al
asesinato artesanal, se añade ahora el asesinato planificado. Detengan el
derramamiento de sangre, había aconsejado la ONU. El mejor medio para lograrlo,
replica Lacoste, es que no haya más sangre que derramar. El pueblo argelino,
después de ser entregado a las hordas de Massu es confiado a los cuidados de
las milicias urbanas. Al decidir la creación de esas milicias, Lacoste advierte
claramente que no dejará que nadie interfiera con su guerra. Prueba de que
existe un infinito en la podredumbre. Es verdad que está prisionero, pero ¡qué
satisfacción perder a todo el mundo con él! para todo el mundo y aun para los
colonos que "eso no podía volver a empezar" como antes.
De todos
modos, el pueblo colonizado no lleva la contabilidad de sus muertos. Registra
los enormes vacíos causados en sus filas como una especie de mal necesario.
Porque tan pronto como ha decidido responder con la violencia, admite todas sus
consecuencias. Sólo exige que tampoco se le pida que lleve la contabilidad de
los muertos de los otros. A la fórmula "Todos los indígenas son
iguales", el colonizado responde: "Todos los colonos son iguales."8
El colonizado, cuando se le tortura, cuando matan a su mujer o la violan, no va
a quejarse a nadie. El gobierno que oprime podría nombrar cada día comisiones
de encuesta y de información. A los ojos del colonizado, esas comisiones no
existen. Y de hecho, ya han pasado siete años de crímenes en Argelia y ni un
solo francés ha sido presentado a un tribunal francés por el asesinato de un
argelino. En Indochina, en Madagascar, en las colonias, el indígena siempre ha
sabido que no tenía nada que esperar del otro lado. La labor del colono es hacer
imposible hasta los sueños de libertad del colonizado. La labor del colonizado
es imaginar todas las combinaciones eventuales para aniquilar al colono. En el
plano del razonamiento, el maniqueísmo del colono produce un maniqueísmo del
colonizado. A la teoría del "indígena como mal absoluto" responde la
teoría del "colono como mal absoluto".
La
aparición del colono ha significado sincréticamente la muerte de la sociedad
autóctona, letargo cultural, petrificación de los individuos. Para el
colonizado, la vida no puede surgir sino del cadáver en descomposición del
colono. Tal es, pues, esa correspondencia estricta de los dos razonamientos.
Pero
resulta que para el pueblo colonizado esta violencia, como constituye su única
labor, reviste caracteres positivos, formativos. Esta praxis violenta es
totalizadora, puesto que cada uno se convierte en un eslabón violento de la
gran cadena, del gran organismo violento surgido como reacción a la violencia
primaria del colonialista. Los grupos se reconocen entre sí y la nación futura
ya es indivisible. La lucha armada moviliza al pueblo, es decir, lo lanza en
una misma dirección, en un sentido único.
La
movilización de las masas, cuando se realiza con motivo de la guerra de
liberación, introduce en cada conciencia la noción de causa común, de destino
nacional, de historia colectiva. Así la segunda fase, la de la construcción de
la nación, se facilita por la existencia de esa mezcla hecha de sangre y de
cólera. Se comprende mejor entonces la originalidad del vocabulario utilizado
en los países subdesarrollados. Durante el periodo colonial, se invitaba al
pueblo a luchar contra la opresión. Después de la liberación nacional, se le
invita a luchar
"El
pueblo argelino, después de cada una de estas decisiones, aumenta la contracción
de sus músculos y la intensidad de su lucha. El pueblo argelino, después de
cada uno de esos asesinatos, solicitados y organizados, estructura más aún su
toma de conciencia y solidifica su resistencia. Sí. Las tareas del ejército
francés son infinitas. ¡Porque la unidad del pueblo argelino es, hasta qué
punto, infinita!"
contra la
miseria, el analfabetismo, el subdesarrollo. La lucha, se afirma, continúa. El
pueblo
comprueba
que la vida es un combate interminable.
La
violencia del colonizado, lo hemos dicho, unifica al pueblo. Efectivamente, el
colonialismo es, por su estructura, separatista y regionalista. El colonialismo
no se contenta con comprobar la existencia de tribus; las fomenta, las
diferencia. El sistema colonial alimenta a los jefes locales y reactiva las
viejas cofradías morabíticas. La violencia en su práctica es totalizadora,
nacional. Por este hecho, lleva en lo más íntimo la eliminación del
regionalismo y-del tribalismo. Los partidos nacionalistas se muestran
particularmente despiadados con los caids y con los jefes tradicionales. La
eliminación de los caids y de los jefes es una condición previa para la
unificación del pueblo.
En el
plano de los individuos, la violencia desintoxica. Libra al colonizado de su
complejo de inferioridad, de sus actitudes contemplativas o desesperadas. Lo
hace intrépido, lo rehabilita ante sus propios ojos. Aunque la lucha armada
haya sido simbólica y aunque se haya desmovilizado por una rápida
descolonización, el pueblo tiene tiempo de convencerse de que la liberación ha
sido labor de todos y de cada uno de ellos, que el dirigente no tiene mérito
especial. La violencia eleva al pueblo a la altura del dirigente. De ahí esa
especie de reticencia agresiva hacia la maquinaria protocolar que los jóvenes
gobiernos se apresuran a instalar. Cuando han participado, mediante la
violencia, en la liberación nacional, las masas no permiten a nadie posar como
"liberador". Se muestran celosas del resultado de su acción y se
cuidan de no entregar a un dios vivo su futuro, su destino, la suerte de la
patria. Totalmente irresponsables ayer, ahora quieren comprender todo y decidir
todo. Iluminada por la violencia, la conciencia del pueblo se rebela contra
toda pacificación. Los demagogos, los optimistas, los magos tropiezan ya con
una tarea difícil. La praxis que las ha lanzado a un cuerpo a cuerpo
desesperado confiere a las masas un gesto voraz por lo concreto. La empresa de
mixtificación se convierte, a largo plazo, en algo prácticamente imposible.
1 Ya hemos
demostrado, en Peau Noire, Masques Blancs, (Edition du Seuil) el mecanismo de
ese mundo maniqueo.
2 Véase
capítulo v, "Guerra colonial y trastornos mentales".
3 Friedrich Engels Anti-Dühring, 2ª parte, capítulo
III: "Théorie de la violence". Editions Sociales, p. 199. Hay edición en español.
4 Puede
suceder que el dirigente preso sea la expresión auténtica de las masas
colonizadas.
En ese
caso, el colonialismo va a aprovechar su detención para tratar de lanzar nuevos
dirigentes.
5 Es
evidente que esa limpieza hasta el vacío destruye lo que se pretendía salvar.
Es lo que señala. Sartre cuando dice: "En suma, por el hecho mismo de
repetirlas [las ideas racistas] se revela que la unión simultánea de todos
contra los indígenas es irrealizable, que no es sino recurrencia cíclica y que,
además, esa unión no podría hacerse como agrupación activa sino para la matanza
de todos los colonizados, tentación perpetua y absurda del colono que equivale,
si por otra parte fuera realizable, a suprimir de umolo golpe la colonización
misma." Critique de
la raison dialectique, p. 346.
6 Aimé Césaire, "Les Armes Miraculeuses" (Et
les chiens se taissaient), pp. 133-137, Gallimard.
8 Por eso
al principio de las hostilidades no hay prisioneros. Sólo mediante la
politización de los cuadros los dirigentes llegan a hacer admitir a las masas:
1) que los que vienen de la metrópoli no siempre son voluntarios y algunas
veces hasta les repugna esta guerra; 2) que el interés actual de la lucha exige
que el movimiento manifieste en su acción el respeto a ciertos convenios
internacionales; 3) que un ejército que hace prisioneros es un ejército y deja
de ser considerado como un grupo de asaltantes de caminos; 4) que, en todo
caso, la posesión de prisioneros constituye un medio de presión no despreciable
para proteger a nuestros militantes detenidos por el enemigo.
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